El Periódico - Castellano - Dominical
Lágrimas verdes
o joven y lo fresco han sido siempre la pareja que representaba la vida por delante y la lozanía. Ahora, como un tercer mosquetero, se les ha juntado lo verde. Nunca antes el mundo vegetal había tenido tantos partisanos dispuestos a defender su reino. Nuestra querida cocina, que más allá de llenar panzas es representación fiel de los intereses sociales de cada tiempo, es uno de sus principales valedores.
El caviar verde de la costa vasca, el guisante lágrima que asoma en la primavera como indiscutible símbolo de delicadeza y la aspiración –aunque le incomode al más tempranero del Maresme–, reinaba casi en solitario hasta que cedía el trono a la pocha, ya al final del verano. Ahora, sin embargo, lo siguen muchos frutos en verde de los que apenas se escuchaba un trino hace unos años. Quizá los últimos guisantes de campanillas sean los gallegos de Bágoa de Cotobade, que Javier Olleros oficia y defiende en su Culler de Pau de O Grove y que, aunque no sean lágrima, están como para llorar de gusto. En una sola semana, me he podido comer un buen plato de estos y otro de garbanzos verdes en El Doncel de Sigüenza, recién cosechados, manjar breve antes de que se inventaran los congeladores y que, por analogía y respetabilidad, se empeñan también en llamarlos 'de lágrima', aunque por el tamaño sean de cocodrilo. Por el camino pienso en el garrofó levantino, cada vez más consumido en tierno antes de pasar la pubertad del secado. Y no digamos de la faba asturiana, que hace ya tantos años congelaba Pedro Morán en fresco para elaborar su modernísima fabada de Casa Gerardo. ¿Qué verde como la albahaca o el verde limón nos hará llorar mañana de felicidad?