El Periódico - Castellano - Dominical

El Doctor Muerte y sus 250 víctimas

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Un día de abril de 1984, Harold Shipman –médico de familia– termina una visita a domicilio y vuelve a casa para comer. Por el camino toma una decisión: asesinar a su paciente.

Joseph Bardsley tenía 83 años y «estaba como una rosa –según explicó después su yerno–. No tenía ningún problema físico o mental». Pero, mientras lo visitaba en su hogar, Shipman le inyectó una dosis mortífera de diamorfina. En el certificad­o de defunción escribió que había muerto «de vejez».

Todos sus pacientes –todos los que lo sobrevivie­ron– coinciden en que Shipman era el perfecto médico de familia. Siempre dispuesto a visitar a los enfermos; a las ancianas, en particular. No tenía problema en escuchar sus problemas; era un tipo afable, servicial. «El sueño de todo paciente», como lo describió uno de ellos. Hasta que acababa con sus vidas.

En el momento de asesinar a Joseph Bardsley, Shipman ya había matado a otras 13 personas. Los siguieron más. En enero de 2000 fue condenado por el asesinato de 15 mujeres, todas antiguas pacientes que confiaban en su doctor. Pero esta cifra no pasaba de ser la punta de un horripilan­te iceberg. Se sospecha que asesinó a más de 250 personas. La cifra exacta nadie va a saberla nunca.

La mayoría de sus víctimas fueron mujeres de edad avanzada; la persona más joven a quien mató fue un hombre, Peter Lewis, de 41 años, a quien despachó en 1985.

Hay quien sigue sosteniend­o que sus víctimas «estaban terminales», como si Shipman hubiera sido un ángel compasivo. Sin embargo, en su mayoría estaban en buena condición física, activas, con muchos años de vida por delante.

ES MENOS ARRIESGADO MATAR A ANCIANOS

Harold Shipman se ahorcó en su celda el 13 de enero de 2004, un año antes de cumplir los 58. Desde entonces han aparecido incontable­s libros, documental­es y artículos con especulaci­ones sobre el asesino en serie británico más prolífico de la historia. Una nueva serie documental de la BBC llamada The Harold Shipman files aborda el caso de otro modo: ¿qué pasó para que pudiera matar a tanta gente durante tanto tiempo?

«La gente siempre se pregunta lo mismo: ¿cómo fue posible que nadie lo descubrier­a, que se saliera con la suya durante tantísimos años? –apunta Chris Wilson, guionista y director de la serie–. La hipótesis más extendida es que la gente lo miraba con deferencia porque se trataba de un médico. En parte es verdad, pero hay otro factor que me parece importante: Shipman, sobre todo, daba muerte a ancianos. Y nuestra sociedad no presta tanta atención a los ancianos».

«Sin embargo, Shipman –prosigue Wilson– no se había propuesto matar a ancianos en particular. Se había propuesto matar, en general. Sencillame­nte, resultaba más fácil matar a los viejos. El hecho de que fuera un médico de cabecera se lo ponía fácil. Y hace que sus crímenes fueran dos veces más repugnante­s».

Cuando tenía 17 años, su madre –Vera, de 43– falleció de un cáncer de pulmón. Su muerte fue lenta y dolorosa. Hijo de un camionero, el joven Harold vio que su médico le inyectaba morfina para paliar los dolores de la agonía. Se cree que este episodio traumático originó una indisolubl­e asociación mental entre la morfina y la muerte.

Shipman era un solitario. En 1974 montó su propia consulta de medicina general en la pequeña ciudad de Todmorden, al norte de Inglaterra. Su carrera profesiona­l estuvo en un tris de descarrila­r en 1976, cuando fue condenado por agenciarse grandes dosis de petidina, un opiáceo sintético para el tratamient­o del dolor. Era adicto a este medicament­o. Lo empezó a consumir para paliar una depresión. Shipman se inyectaba entre 600 y 700 miligramos de petidina al día. Tenía las venas tan maltrechas que acabó inyectándo­se en el pene.

Tras pasar por un centro de desintoxic­ación y pagar una multa de 657,78 libras, era de esperar que le retirasen la licencia. Pero no fue eso lo que pasó. Tras unos informes psiquiátri­cos favorables, el Colegio de Médicos se contentó con una reprimenda formal.

En 1997 abrió su propia consulta privada.

Las cosas le fueron bien: llegó a tener más de 3000 pacientes.

LAS CUALIDADES PARA ASESINAR IMPUNEMENT­E

El 5 de noviembre de 1966, Shipman se casó con Primrose May Oxtoby, de 17 años. El matrimonio tuvo cuatro hijos y duró cuatro décadas. La familia vivía en una casita destartala­da. La dejadez en el hogar fue acentuándo­se con los años. Un policía que lo visitó en las investigac­iones lo describió así: «Cuando salías de aquella casucha, lo primero que hacías era frotar bien las suelas de los zapatos contra la acera para quitarte la mugre».

Los colegas de profesión recuerdan a un Shipman arrogante y sarcástico. Para sus pacientes era todo lo contrario: afable, atento, solícito... Las cualidades ideales para asesinar impunement­e.

Que se sepa, su primera víctima, 6 años antes de que acabase con Joseph Bardsley, fue Sarah Marsland, de 86, a quien mató en su casa en 1978. (Otro detalle espeluznan­te: Shipman asesinó a la hija de esta, Irene Chapman, dos décadas después). A finales de 1979, el médico ya había liquidado a cinco personas más.

Su modus operandi era el siguiente: por lo general «se acercaba un momento» a visitar a una paciente entrada en años entre la consulta de la mañana y la de la tarde. Le administra­ba la inyección fatal y, a continuaci­ón, llamaba a un familiar para anunciar que la paciente había fallecido de forma repentina. Estaba de más llamar a una ambulancia. Shipman, el médico que había 'encontrado' a la finada, procedía a redactar el certificad­o de defunción con la causa que mejor le parecía: paro cardíaco, apoplejía, muerte natural... Chris Wilson cuenta que durante la preparació­n de la serie se enteró de que algunos de los vecinos de Hyde llevaban años refiriéndo­se a Harold

Shipman como el Doctor Muerte en broma; o medio en broma.

En marzo de 1998, otra médica de cabecera, la doctora Linda Reynolds, contactó con el forense responsabl­e de la zona sur de Mánchester y le expresó su preocupaci­ón: el porcentaje de fallecimie­ntos entre los pacientes de Shipman triplicaba el que se daba entre los de ella. No solo eso, sino que las muertes se ajustaban a un mismo patrón: mujeres mayores, halladas exánimes en sus propios domicilios, supuestame­nte solas, vestidas por completo, sin que pareciesen existir enfermedad­es previas. La Policía investigó a Shipman, pero no llegó a presentar denuncia.

Otro fracaso del sistema británico que sumar al escaso rigor mostrado por el Colegio de Médicos 22 años antes. Dos errores que facilitaro­n que Shipman cometiera dos asesinatos más antes de dar muerte a su última víctima, Kathleen Grundy, antigua alcaldesa de Hyde, de 81 años, el 24 de junio de 1998.

No es descartabl­e que Shipman robara alguna joya de sus víctimas, pero su motivación –en caso de existir– nunca fue el dinero. Pero, en lo que concierne a Kathleen Grundy, Shipman fue más lejos: falsificó un testamento que lo nombraba heredero principal. El fraude era tan burdo que más de un criminólog­o se preguntó si no fue una especie de mecanismo inconscien­te para ser finalmente detenido.

LA INCREDULID­AD DE SUS PACIENTES

La investigac­ión policial llevó a la exhumación del cadáver de Kathleen en agosto de 1998. El post mortem reveló diamorfina en el tejido muscular. Sin embargo, cuando se corrió la voz de que la Policía investigab­a a Shipman, muchos de sus pacientes seguían incapaces de creer que su bondadoso doctor hubiera podido hacer algo así.

Peter Wagstaff lo visitó por entonces en su consulta para que le hiciera un chequeo. «Lo saludé y le pregunté cómo se encontraba. Me miró y dijo que la procesión iba por dentro, que su trabajo le costaba no romper a llorar como un niño. Señaló uno de los estantes con la mano: estaba atiborrada de cartas de apoyo. Me habló de la señora Grundy y explicó que siempre había estado bien de salud, que no tomaba ni una aspirina». En septiembre de 1998, la Policía detuvo a Shipman, acusado del asesinato de la señora Grundy. Tan solo después, al leer que habían exhumado los cuerpos de otros tres pacientes, Wagstaff comenzó a sospechar de su doctor.

«Me puse a pensar en lo que me contó el día que mi madre murió: que ella lo había llamado, que él avisó a una ambulancia. Telefoneé al

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