El Periódico - Castellano - Dominical

LA INCREÍBLE VIDA DE CHARLES DICKENS

- POR FÁTIMA URIBARRI

urante diez horas al día, seis días a la semana, pegaba etiquetas en botes de betún en la fábrica Warren's Boot Blacking Factory de Londres. El domingo visitaba a su padre, preso debido a sus deudas, en la cárcel de Marshalsea. Charles Dickens, de 12 años, le entregaba parte de los seis chelines que ganaba a la semana y el resto se lo daba a la señora Roylance, la dueña de la casa donde el muchacho se hospedaba solo, sin su familia.

En esos años duros de su infancia, Charles Dickens forjó algunas de sus cualidades: su asombrosa capacidad de trabajo, su constancia, sus agudas dotes de observació­n y su determinac­ión para salir adelante. «Que yo resulte ser el héroe de mi propia vida». Es una de sus frases célebres. Pronunció muchas sentencias sobre lo importante que fue para él trabajar duro. Siempre lo hizo: en esa fábrica, en los periódicos, en sus novelas, dando conferenci­as, interpreta­ndo sus obras en lecturas públicas teatraliza­das que le suponían un enorme esfuerzo; en lo que fuera. Se había propuesto ser el héroe de su propia vida y no cejó hasta lograrlo.

Cuando ya era una superestre­lla de la literatura (fue uno de los primeros novelistas profesiona­les), un hombre de éxito (campeón de ventas), consagrado y rico, siguió trabajando con férrea disciplina. «Ningún empleado público fue más metódico y ordenado que él», contó Charles Dickens Jr., el mayor de sus diez hijos. Cumplía a rajatabla su horario de trabajo, no faltaba a las reuniones caritativa­s a las que lo convocaban, viajaba, asistía a cenas y banquetes, a funciones teatrales; no paraba.

«El hombre nunca sabe de lo que es capaz hasta que lo intenta», es otra de sus máximas. Es también el leitmotiv de muchos de los personajes de sus obras como David Copperfiel­d, Oliver Twist o Pip, el protagonis­ta de Grandes esperanzas, gente capaz de salir adelante a pesar de las duras adversidad­es que se interponen en su camino. En la obra de Dickens se despliegan sus ideas envueltas en parte de su vida: novelesca, claro.

UN MANIRROTO IRRESPONSA­BLE

Charles Dickens nació en 1812 en un suburbio cerca de Portsmouth. Sus abuelos paternos habían sido criados domésticos y habían logrado que sus señores enchufaran a su hijo John (el padre de Charles) en la tesorería del Almirantaz­go. Fue John quien inculcó en Charles el interés por las historias. Leía cuentos a sus hijos (tuvo seis con Elizabeth Barrow, una mujer apagada y triste) y animaba a Charles a recitar subido en una silla. Dickens quedó fascinado por el teatro desde entonces. Ah, pero John tenía un grave defecto: era un desastre con el dinero, un manirroto irresponsa­ble, y eso lo llevó a prisión y arrastró a su familia a una situación terrible.

Cuando John Dickens pudo saldar sus deudas y salir de la cárcel gracias a que su madre falleció y heredó 250 libras, Charles dejó la fábrica de betún y regresó a los estudios. Lo inscribier­on en un centro con el ampuloso nombre de Wellington House Academy, regentado por el estricto Mr. Jones (personaje dickensian­o total), donde durante dos años y medio Charles se 'graduó' en leer a Shakespear­e y en recibir varazos en la espalda.

A los 15, Dickens ya tenía unas vivencias extraordin­arias. Era, además, un gran lector y un observador magnífico. Consiguió entonces un trabajo como recadero en un bufete de abogados. Durante tres años recorrió las calles de Londres de arriba abajo y conoció el mundillo legal. Por las noches estudiaba teatro y taquigrafí­a. Con tesón, energía y autodiscip­lina logró avanzar otra casilla al ser contratado como relator en un tribunal y dio otro paso adelante cuando entró a trabajar como redactor parlamenta­rio en el periódico The Sun.

A los 21 años, Charles Dickens ya se había empapado de los ingredient­es que componen sus novelas: infancias desgraciad­as; la dureza de las fábricas de la Inglaterra de la Revolución Industrial, cuando riadas de proletario­s se hacinaban en condicione­s insalubres en las ciudades; las devastador­as institucio­nes sociales como los workhouses ('asilos para pobres'); las institucio­nes escolares donde se despelleja­ba a azotes a los niños; la miseria; los laberintos legales; la injusticia; las prisiones; las calles más sórdidas de Londres...

Inglaterra estaba cambiando deprisa: el fin de las guerras napoleónic­as había abierto el mercado del trigo al extranjero y eso desplomó los precios y condujo

PUBLICABA P R ENTREGAS Y ERA MUY HÁBIL C N LA INTRIGA. A LIVER TWIST L DEJ D S MESES C N UN DISPAR Y SUS LECT RES ESTABAN DES UICIAD S

Dickens, la conjunción de estos tres elementos dio un vuelco a la literatura. Dickens comenzó a publicar sus historias en los periódicos. Arrancó con unos relatos costumbris­tas que gustaron a un editor que le hizo un encargo que Dickens reconvirti­ó en Los papeles póstumos del Club Pickwick, publicado por entregas en 1836, todo un bombazo que convirtió al escritor en un triunfador con solo 24 años.

Oliver Twist llegó en 1837, año de la coronación de la reina Victoria. Por primera vez, un niño protagoniz­aba una novela inglesa. También se publicó por entregas, lo que determinab­a la estructura: Dickens dejaba a los lectores en vilo. A Oliver Twist en una ocasión lo dejó herido de un disparo y no retomó ese asunto hasta dos meses después: el público estaba desquiciad­o.

La fama que logró Dickens fue estratosfé­rica en el mundo anglosajón. Cuando escribió

La tienda de antigüedad­es, los neoyorquin­os acudían a los muelles a preguntar a los recién llegados de Inglaterra qué había pasado con la pequeña Nell.

Sembraba sus historias de incidentes inesperado­s que dejaban descompues­tos a los lectores. Los hacía llorar. Los hacía indignarse ante la miseria y las injusticia­s de sus personajes y les removía la conciencia, los obligaba a hacer valoracion­es morales.

«Dickens ha sido testigo y juez de su época y su más famoso retratista. Nadie hasta entonces había descrito de ese modo los bajos fondos, la deshumaniz­ación de los débiles», dice Juan Bravo Castillo. Hizo cosas inéditas: prestó atención a las prostituta­s y los presos y dio a la infancia una nueva categoría literaria. También lanzó críticas muy severas en sus ensayos y conferenci­as; contra la esclavitud, por ejemplo, en Notas americanas, cosa que no agradó en Estados Unidos. Tampoco gustó allí su batalla por los derechos de autor: Dickens peleó porque no cobraban royalties quienes no hubieran nacido en Estados Unidos.

Sí agradaron sus denuncias sociales: las alabaron, por ejemplo,

George Bernard Shaw y George Orwell. A Oscar Wilde y a Henry James, sin embargo, Dickens les parecía demasiado melodramát­ico y sensiblero.

De su obra, los expertos alaban sobre todo los personajes secundario­s, las atmósferas y el humor. «Dickens adereza el realismo con un humor fino, suave y espontáneo», destaca Juan Bravo Castillo. También hay quien ensalza su querencia por lo grotesco: «El personaje más insignific­ante se transforma en gárgola», dijo Virginia Woolf.

DENUNCIAS KAFKIANAS Y MARXISTAS

Cuando publicó David Copperfiel­d, su popularida­d era ya ilimitada: en poco tiempo vendió nada menos que cien mil ejemplares. Luego llegó

Casa desolada, la más alabada por la crítica, donde Dickens hace un cambio de tono, añade intensidad poética e introduce un crimen, pero continúa apuntando contra las dilaciones de la Justicia y las pésimas condicione­s sanitarias de los barrios pobres.

Prosiguen sus denuncias con

Tiempos difíciles; arrecian en

La pequeña Dorrit, una novela carcelaria donde hay un Ministerio de Circunvolu­ciones, con el que Dickens critica la administra­ción arbitraria, paralizant­e y absurda y anuncia a Kafka (uno de los muchos escritores en los que influyó; como Galdós y Dostoievsk­i). La pequeña Dorrit es, además, según Bernard Shaw, «un libro más sedicioso que

El capital, de Karl Marx», publicado diez años después.

Charles Dickens proseguía con su actividad frenética. ¿Escapaba de algo? Puede ser. Aunque tuvo diez hijos con Catherine Thompson Hogarth (hija del editor de The Morning Chronicle, uno de los periódicos en los que trabajó Dickens), la pareja no era feliz y acabó separándos­e. Charles mantuvo una relación con Ellen Ternan, una actriz 27 años más joven que él. Con ella viajaba cuando descarriló el tren en Staplehurs­t (condado de Kent) mientras cruzaba un viaducto: ocho vagones cayeron al río y murieron muchos pasajeros. Dickens se comportó como uno de los héroes de sus novelas, ayudando a los heridos.

Su relación con Ellen Ternan no aplacó su vida agitada ni le proporcion­ó una felicidad tranquila. Siguió escribiend­o y viajando: su gira por Estados Unidos, en 1867, provocó largas colas en las calles nevadas de Boston, Washington o Filadelfia. Los ciclos de lectura eran agotadores, pero no podía parar. Hay quienes sostienen que a Dickens le sucedió como a Pip en Grandes esperanzas, que sus enormes ansias por triunfar lo emborracha­ron.

Interpreta­ba las lecturas con pasión, se quedaba exhausto. En marzo de 1869 lloró en el escenario del Saint James Hall, emocionado por la impresiona­nte ovación del público. Fue su despedida. Un año después murió de un derrame cerebral, hace ahora 150 años. El Daily News (periódico que él había fundado) le dedicó un artículo donde se decía: «Gracias a sus estampas, las generacion­es futuras tendrán la oportunida­d de saber cómo se desarrolla­ba la vida en el siglo XIX». Cierto.

Lo enterraron –a pesar de que él había pedido algo modesto y sencillo– en el Rincón de los Poetas de la abadía de Westminste­r, toda una proeza para el tenaz muchacho que trabajaba en la fábrica de betún. Dickens logró su objetivo: fue el protagonis­ta de su propia vida.

NADIE HASTA ENT NCES HABÍA DAD V Z A LAS PR STITUTAS NI DESCRIT L S BAJ SF ND S Y LA DESHUMANIZ­ACI N DE L S DÉBILES. FUE TESTIG Y JUEZ DE SU ÉP CA

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