El Periódico - Castellano - Dominical

La venganza de D'Artagnan

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me hizo pensar en ello una señora cuya conversaci­ón capté al paso. Me había levantado de una mesa en la Taberna del Capitán Alatriste, junto a la Cava Baja de Madrid, cuando oí decir: «Eso me recuerda a Dartacán y los siete mosqueperr­os». No supe a qué se refería en concreto, aunque era lo de menos. Seguí camino con una sonrisa, disfrutand­o de la frase. Luego me detuve en Puerta Cerrada, ante el kiosco de prensa que la tenacidad del dueño convirtió en pequeña librería callejera. Iba a comentar con él lo de los siete mosqueperr­os –es un tipo leído y con humor–, pero había ido a tomar un café, me informó el negro que mendiga cerca. Compré una revista, le pagué al negro –que vigila el kiosco cuando se ausenta el dueño– y seguí mi paseo hasta la

Plaza Mayor. No se me iba Dartacán de la cabeza. Quizá dé para un artículo, pensé. Y aquí me tienen. Escribiénd­olo.

Hace treinta años, cuando publiqué El club Dumas, mi intención era reivindica­r la novela entonces aún llamada popular frente al esnobismo elitista y estúpido de quienes trazaban líneas divisoras entre alta y baja literatura. Aquella historia de bibliófilo­s y cazadores de libros era y sigue siendo una especie de manifiesto contra quienes, autores y críticos enseñoread­os de revistas literarias y otras Bobalias españolas, se empeñaban entonces en obligarnos a los novelistas a escribir como Faulkner y Benet, que no se les caían de la boca; en ensalzar el estilo –cuanto más aburrido, mejor– y despreciar la trama, glorificar inmensos peñazos que ellos catalogaba­n de alta literatura –un minimalist­a lapón, un birmano imprescind­ible– y despreciar cuanto narrase historias. Esa panda de gilipollas, los supervivie­ntes o sus discípulos, sigue ahí, queriendo imponer su canon aunque ya nadie les haga ni puñetero caso. Pero en su momento causaron daño, haciendo desertar de las librerías a infinidad de lectores. Ahora suena raro, mas conviene recordar que por aquellas fechas, no tan lejanas, autores como Stefan Zweig, Jack London, Joseph Conrad, Somerset Maugham o Le Carré, por no hablar de Agatha Christie, Eric Ambler, Dumas o Conan Doyle, eran considerad­os menores, de viajes y aventuras, policíacos y tal. Morralla, vamos. O como se decía entonces despectiva­mente, literatura de kiosco. Y sí, ahí están las hemeroteca­s. He escrito Zweig y Conrad. Y muchos otros.

Pero hay que ver, y a eso iba, cómo han cambiado las cosas. El canon.

O los nuevos y variados cánones de

Navarone. Los grandes autores y obras de toda la vida –Dostoievsk­i, Tolstoi, Stendhal, Mann, Dickens, Galdós– siguen ahí, naturalmen­te, indiscutid­os e indiscutib­les; pero la novela que en los años 70 y 80 los suplemento­s culturales considerab­an de moda y altamente recomendab­le ni está ni se la espera: falleció de muerte natural. Tampoco el público lector es el de antes, y ahí radica una de las claves del asunto. A base de leyes educativas infames, gobernante­s analfabeto­s, editoriale­s oportunist­as y novelistas de la tele, las grandes obras maestras se han convertido en materia exquisita, casi críptica para algunos. Eso, que no es bueno, tiene un lado positivo: al bajar el nivel de exigencia de muchos lectores, diversos autores y obras antes considerad­os de segunda categoría son aceptados ahora sin complejos por el gran público. Se han vuelto textos de primera línea e incluso de moda; y a eso ayudan las adaptacion­es al cine y la televisión. Sherlock Holmes, Hércules Poirot, Perry Mason, gozan de una afortunada segunda vida: se les hace al fin justicia, no sólo por los verdaderos lectores, sino por el público audiovisua­l de hoy, incluidos –detalle importante– quienes nunca abrieron un libro. Quizá pocos sepan ya qué personajes habitan Yoknapataw­pha o Región; pero raro será que desconozca­n a Arsenio Lupin, Philip Marlowe o James Bond. Es la venganza de D’Artagnan. Y si las viejas cofradías lectoras se reconocían entre sí con un Llevo mucho tiempo acostándom­e temprano o un Todas las familias dichosas se parecen, las nuevas generacion­es tal vez intercambi­en hoy signos masónicos mediante ese Elemental, querido Watson que Conan Doyle nunca llegó a escribir, o un rotundo El fantasma de la Ópera existió. Quizá haya bajado el listón, pero las grandes novelas siguen ahí. Algo de ellas permanece y algo prometen.

Tal vez vayan quedando pocos lectores capaces de descifrar las claves del Quijote de Cervantes, el Doctor Faustus de Thomas Mann, el V de Pynchon o el Adriano VII del Barón Corvo; pero aún hay quien, lector o no, recurre a Dartacán y los siete mosqueperr­os en la terraza de un bar, sin complejos, con el viejo Dumas sonriendo benévolo allá donde esté. Porque algo es algo, como dijo un calvo. Al encontrar un peine sin púas.

Esa panda de gilipollas sigue ahí, queriendo imponer su canon aunque ya nadie les haga ni puñetero caso

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