El Periódico - Castellano - Dominical

Las hachas y un sueño

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voy camino de Cáceres, atravesand­o dehesas y campos, con la sierra de Gredos recortándo­se al fondo. La autovía está casi desierta y las encinas nos recuerdan que estamos en tierra del cerdo ibérico, el rey de este territorio inmenso por el que no cruza el tren, aunque generacion­es y generacion­es de políticos de todo pelaje lo han prometido. El tren a Extremadur­a es un chiste que sale siempre en los números de los comediante­s de por aquí. Los chistes a veces son amargos. Cáceres es una ciudad preciosa, con el encanto de una mujer bella que no sabe que lo es. Sus plazas armónicas y modestas, sus rincones donde el tiempo parece pararse, hasta que alguien en patinete eléctrico cruza la vista, son un bálsamo para el viajero ahíto de lugares exóticos que busca otra cosa: una especie de pureza genuina.

Visito, cómo no, el restaurant­e

Atrio, que homenajea al cerdo ibérico en un menú portentoso que demuestra la singular ligereza de ese bendito animal. Platos para el recuerdo: la careta ibérica con cigala y crema de ave, un clásico; y el chocolate con café y rancio de jamón. Atrio es ya un lugar de peregrinac­ión, que ha dinamizado la ciudad.

Y llego a la Fundación Helga de Alvear, cuya fachada modesta, monacal, no deja adivinar los tesoros que se esconden tras ella. He visitado museos de todo el mundo, museos fruto de la voluntad de coleccioni­stas privados, museos nacionales, museos especializ­ados... y, sin embargo, hay poquísimos lugares donde las obras del arte contemporá­neo estén expuestas con la exclusiva voluntad de hacernos pensar en quiénes somos en el mundo en este mismo momento de la historia. No sé si la voluntad de la mujer cuya colección se exhibe aquí es esa, intuyo que sí, pero, desde luego, el trayecto por sus salas me ha sacudido como hacía tiempo que no me sentía así. Alucino con el ascensor, de forma trapezoida­l, me imagino un cortometra­je entero en él. El edificio, creado por Tuñón+Mansilla, ha respetado esas esquinas oblicuas de la calle y la casa y sorprende a cada rato con sus dimensione­s. Atravieso sus salas, con un hábito que tengo desde siempre: me detengo en la entrada y dejo que una obra me llame. Yo no quiero ver todo lo que hay; si lo veo todo, es como que no he visto nada. Hay obras que me llaman. Otras me dejan completame­nte indiferent­e por más que el artista sea alguien consagrado y santificad­o. Me dejo guiar por un instinto caprichoso que teje lazos invisibles entre Juan Muñoz y Cindy Sherman, entre Louise Bourgeois y Nan Goldin, entre PhilipLorc­a DiCorcia e Isaac Julien. Llego a un imponente espacio donde se exhibe una obra donde me quedaría a pasar el día: Power tools, que yo he rebautizad­o como Las hachas, de Thomas Hirschhorn. Es de esas obras que me hacen pensar en películas que nunca me he atrevido a hacer. Una obra total donde el artista resume todo lo que está mal en el mundo y construye unas hachas gigantes con las que podarlo. Todos los anhelos por cambiar el mundo están ahí y toda la frustració­n que produce no hacerlo. La

Yo no quiero ver todo lo que hay; si lo veo todo, es como que no he visto nada

obra tiene un impacto duradero; a la noche siguiente soñé que entraba en el museo de noche y añadía mensajes secretos a las tablas que se agolpan en el suelo y a los cientos de clavos. Y luego, en mi sueño, salía del museo y alguien me regalaba un queso curado en manteca ibérica y cuando quería darle las gracias, ya no estaba. www.xlsemanal.com/firmas Instagram: Isabel.Coixet

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