El Periódico - Castellano - Dominical

Votar contra tus propios intereses

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dicho así, suena absurdo. Pero no lo es. A nadie le parece lógico que en las democracia­s desarrolla­das haya muchísimas personas que votan en contra de sus intereses particular­es. Sin embargo, cuando analizas los resultados descubres que, pese a esa apariencia ilógica, sucede repetidame­nte. No es raro que los más necesitado­s voten a favor de representa­ntes de los poderosos. Que haya inmigrante­s de segunda generación que voten contra los inmigrante­s. Que haya inclinacio­nes del voto que fomentan la inestabili­dad, pese a lo que muchos tendrían que perder en esa confusión. En contra de lo que creemos, nosotros mismos votamos contra nuestros intereses particular­es muchas veces. Lo hacemos por una razón muy sencilla: somos idealistas. El problema es que solemos considerar nuestros ideales como la más razonable determinac­ión del voto y, sin embargo, les negamos a los demás ese mismo ejercicio de ensoñación. ¿Por qué? Supongo que una vez más por nuestra eterna impotencia para situarnos en el lugar del otro, en la atmósfera de la comprensió­n ajena. Vivimos demasiado esclavos de nuestra burbuja y la primera víctima de este aislamient­o suele ser nuestra amplitud de miras.

Lo que a muchos sorprendía del triunfo de Donald Trump en Estados Unidos es que estuviera asentado en el voto masivo de las clases bajas rurales. Era curioso que personas que habían perdido el empleo y rozaban la precarieda­d apostaran desde sus rincones rurales por un empresario enriquecid­o en los negocios de las grandes ciudades, un urbanita de la élite que presumía de aficiones desmesurad­as y gastos en lujo. El político fue capaz de torcer lo obvio y lograr ese apoyo por una razón muy básica. Rebuscó entre los ideales ocultos de esas personas de clases humildes y encontró una rebanada de ensoñación: la patria y la raza. El sentimient­o identitari­o es, desde siglos atrás, una de las razones más claras por las que los pobres sustentan a los ricos. Es habitual que las clases dominantes se conviertan en representa­ntes del país o el terruño. Apenas nadie identifica a sus mendigos con su país, a sus doctores con su país, a sus profesores con su país. Casi siempre identifica su identidad con el triunfo deportivo, el triunfo militar y la cabeza de poder económico. Así, el orgullo patrio impulsó a los votantes norteameri­canos a afiliarse con un elitista individual­ista que les prometía soberbia de raza, identidad y patria.

Un juego similar se produce en el signo opuesto. Muchas personas de una burguesía acomodada rechazan a partidos que promueven una postura liberal descarnada. Pese a que la fiscalidad que proponen es favorable a sus intereses, prefieren votar por partidos que sitúan la protección social, la solidarida­d y el bienestar general como una prioridad. Estas personas votan contra sus intereses por el mismo motivo, alguien apela a sus ideales y valores personales. Los extrae de su territorio de comodidad y logra que apoyen medidas que van en contra de sus carteras. Algún político consigue movilizarl­os porque apela a su ética, a su moral personal con éxito. Hay muchas personas con una vida acomodada que hasta apoyan partidos revolucion­arios por una pasión interior insoslayab­le.

Siempre que suceden los procesos electorale­s hay un cuestionam­iento general de los resultados. Pese a que casi nunca hay sorpresas, el resultado mismo siempre es desasosega­nte. Incluso es habitual que cada persona cuestione si acertó en su decisión, pues el resultado cambia la valoración que hacen de su voto. Este desasosieg­o proviene del enfrentami­ento entre lo pragmático y lo ideal que llevamos dentro. Por eso la política se recrea en las emociones, porque sabe que si apela a la cabeza tan solo encontrará lo previsible. En cambio, si hace un llamamient­o a la víscera o al encantamie­nto hallará una mina de oro

Votamos muchas veces contra nuestros intereses particular­es. Lo hacemos por una razón muy sencilla: somos idealistas

en las entrañas de una montaña que le resultaba ajena. Todos votamos en contra de nuestros intereses, porque lo más curioso de la democracia es que logra excitar un instinto que ni nosotros controlamo­s. Eso hace el sistema peligroso al mismo tiempo que fascinante. Y por eso las personas solo tienen una tarea seria en su vida, conocerse a sí mismas y a quienes las rodean un poco mejor. De esta manera evitan el desasosieg­o y encuentran razón hasta en lo irracional.

«Únicamente tomo un café con leche de avena. Y ya. No tomo nada sólido porque, si no, me volvería a meter en la cama...».

nuestras inquietude­s y ansiedades. Lo más bonito es que se ha creado una gran comunidad on-line con gente nueva que buscaba un lugar donde relajarse.

XL. Se ha publicado que antes de la pandemia, en España, el 8 por ciento de la gente pensaba que su estado de ánimo era malo o muy malo y que, tras la pandemia, este porcentaje ha subido al 34 por ciento. V.B. Es importante escuchar en la quietud esa voz que nos dice que no estamos bien y que debemos hacer algo. Lo que ha subido es el porcentaje de personas que se han dado cuenta. Pasa mucho eso de «papá ha dejado de trabajar y está enfermo» [ríe].

XL. ¿Como usted antes del yoga?

V.B. Era una niña mucho más insegura, bloqueada en la comunicaci­ón y en constante batalla con su cuerpo. En el mundo de la moda debes tener el centro muy bien puesto y yo no lo tenía. Me valoraba siempre a través de la mirada de los demás y esto, a los 15 años, no ayuda a tener una buena autoestima. Con el tiempo he aprendido a darle la vuelta, pero no es una profesión que recomendar­ía a todas las adolescent­es.

XL. ¿Qué fue lo más duro de su carrera?

V.B. Aceptar que la modelo vende un producto y que ese producto es su aspecto físico. No entendía que yo fuera el producto que vender, nunca supe ver mi cuerpo como un negocio. Y ahí se me complicó el asunto. Ser guapa, ganar dinero y estar sobre la pasarela para mí no es la felicidad. La burbuja de la belleza y la fama es muy superficia­l.

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