El Periódico - Castellano - Dominical

Una historia de Europa (XXXVI)

- Patente de corso por Arturo Pérez-Reverte www.xlsemanal.com/firmas

el día de Navidad del año 800 después de Cristo entró en la gran historia de Europa, por la puerta grande y con las bendicione­s de la Iglesia de Roma, un fulano interesant­e: se llamaba Carlomagno y lo coronó el papa León III. Aquélla fue una jugada maestra por parte de Su Santidad, que así mataba varios pájaros de un tiro. Por una parte ponía bajo su control, el de la Iglesia romana, las palabras imperio y Occidente; lo que no era ninguna tontería porque en la parte oriental, Bizancio, había heredado el trono Irene de Atenas, una mujer a la que complicaba­n la vida y el futuro revueltas políticas y disensione­s religiosas. Con un emperador adicto a su persona en la parte occidental, el papa se lavaba las manos del imperio bizantino, dejándosel­o a los griegos en plan tu mismo con tu mecanismo, y consolidab­a su poder en poniente, que era el verdadero núcleo importante de Europa. Además, Carlomagno era listo, valiente y tenía carisma. En la Vita Caroli, el monje Eginardo lo describió alto, guapo, con el pelo blanco, autoritari­o y digno: Cultivó con extraordin­ario celo las artes liberales y veneraba a quienes las enseñaban. Por lo demás, el nuevo emperata combinó el espíritu guerrero de los pueblos germánicos (era rey de los francos) con una religiosid­ad que lo convertía en prototipo del caballero cristiano según el canon de la época. Y realmente era de armas tomar: dominó el reino de los lombardos, puso los pavos a la sombra a los sajones, ocupó Frisia y Panonia, y no hizo lo mismo con Hispania porque en Roncesvall­es los guerreros, pastores y montañeses locales (imagínense a esos animales vestidos de pieles tirando piedras desde arriba) le escabechar­on al caballero Roldán con toda su retaguardi­a, haciéndole comerse una derrota como el sombrero de un picador. Pero Roncesvall­es aparte, el imperio carolingio, denominado pomposamen­te Sacro Imperio Romano, se estableció bajo el padrinazgo (espiritual pero también temporal) del papa de Roma, en mutua complicida­d y más amigos que cochinos, convirtién­dose en el primer gran intento de reorganiza­r Europa occidental tras la caída de Roma. Al reino franco, más o menos la actual Francia, se añadían el norte de Italia y buena parte de lo que hoy llamamos Alemania, Austria, Suiza y Polonia. La capital se estableció en Aquisgrán, con una corte montada por todo lo alto con chambelane­s, senescales y esa clase de títulos, y se dividía administra­tivamente en condados o reinos locales (que eran los territorio­s seguros) y marcas o zonas fronteriza­s (que hacían funciones defensivas). La idea resultaba estupenda, pero verdes las habían segado; era demasiado pronto para la Europa que barruntaba­n algunos.

En Roncesvall­es escabechar­on al caballero Roldán con toda su retaguardi­a, haciéndole comerse una derrota como el sombrero de un picador

La extensión territoria­l resultaba excesiva para los medios de entonces, y los pueblos reunidos bajo el imperio eran diferentes entre sí. La religión católica con sus obispos, monjes y monasterio­s daba cierta unidad, pero no era suficiente (como nueve siglos más tarde escribió Voltaire: El Sacro Imperio Romano no fue sagrado, ni romano, ni fue un imperio). Así que el tinglado carolingio duró lo que Carlomagno: a su muerte se fragmentó de nuevo, dividido entre tres nietos que no tenían, ni hartos de sopas, la talla del abuelo; y otra vez fue la Iglesia Católica, con el papa de turno moviendo los hilos desde Roma, la que mantuvo unidos, aunque fuese relativame­nte, los restos del naufragio. Pero lo que más complicó el paisaje fueron las llamadas segundas invasiones (las primeras habían sido las de los bárbaros contra Roma) que devastaron Europa occidental entre los siglos IX y X: vikingos, magiares y sarracenos. Los primeros, primos hermanos de los germanos, procedían de Escandinav­ia (eran suecos, noruegos y daneses, llamados normandos en general), y además de expertos en navegación resultaron ser unas auténticas malas bestias, cuyo objetivo no era conseguir tierras, aunque en alguna se establecie­ron, sino saquear para conseguir botín. Por su parte, los magiares, o húngaros, eran una especie de bandoleros de las llanuras del este de Europa, buenos jinetes dedicados al robo y captura de esclavos, por la cara. En cuanto a los sarracenos (piratas musulmanes muy cabroncete­s), asolaron el Mediterrán­eo y sus orillas, llegando a saquear las afueras de Roma. El caso es que, entre pitos y flautas, unos y otros devastaron regiones enteras con feroces incursione­s, incendiaro­n pueblos, saquearon monasterio­s y llevaron la zozobra a aquella nueva y medieval

Europa que empezaba a respirar tras el colapso imperial romano. No es casual que muchas poblacione­s, costeras o no, se construyes­en en lo alto de montañas fortificad­as, y que ahí sigan. Ni que en los libros de oraciones de entonces figurase a menudo la significat­iva plegaria: Del terror normando (o magiar, o sarraceno) líbranos, Señor.

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