El Periódico - Castellano - Dominical

Sobre toros, tradicione­s y barbarie

- Patente de corso por Arturo Pérez-Reverte www.xlsemanal.com/firmas

dos veces, siendo muy joven, corrí delante de toros, en encierros. Eran encierros de verdad, bien organizado­s, sin otro objeto que conducir los toros a la plaza. Ocurrió hace medio siglo y creo que no me arrepiento. O tal vez sí, un poco, puede que algo más, en el contexto actual del mundo y de mi vida. Recuerdo la sensación de peligro, la tensión, la adrenalina con los pitones rozando la espalda. Fue una experienci­a, desde luego. Hoy no la repetiría, ni siendo joven de nuevo. La vida me cambió, y en eso fue para bien. Quizá sea útil que cuente cómo y por qué.

Durante muchos años presencié corridas de toros. Enlazaban con mi infancia, las tardes de domingo en que mi abuelo me llevaba a la plaza: la música, el ruedo, la fiesta, el fascinante ritual. Mantuve esa afición durante cierto tiempo, e incluso viajé con Juan Ruiz Espartaco, hombre bueno, valiente, al que aprecio y admiro –con él comprendí muchas cosas de la mente de un torero–. También escribí sobre la materia y tuve el honor de pronunciar un pregón en la Maestranza de Sevilla. Nunca fui de verdad lo que se dice un taurino, aunque sí aficionado razonable, menos pendiente del arte de la lidia que del valor, las maneras y la pervivenci­a de ciertas tradicione­s. Un simple observador, en fin, interesado en aspectos de la vida y la muerte con los que, por otra parte, me familiariz­aba el oficio viajero y a menudo violento que ejercía en aquella época.

Con los años, las cosas fueron cambiando. Supongo que el comienzo se lo debo a mi hija, cuando a los ocho años, leyendo Moby Dick, me dijo: «Papi, pobre ballena», y comprendí como en un relámpago que el mundo cambiaba y que parte de mí cambiaba con él. También mis perros –hasta ahora he tenido cinco– hicieron su trabajo. Dudo que nadie que haya vivido estrechame­nte con ellos, experiment­ado su devoción y lealtad, nadie que haya sentido la mirada de sus ojos fieles, sea capaz de ver con indiferenc­ia el sufrimient­o de un animal. A través de ellos, de mis perros –Sombra, Mordaunt, Morgan, Sherlock y Rumba– y de los de mi hija –Ágata y Conrad–, aprendí a ver el mundo de otra manera. No a buscar en los animales las virtudes de los seres humanos, sino buscando en los seres humanos, para soportar algunos de sus más perversos extremos, las virtudes que poseen ciertos animales.

En noviembre de este año cumpliré setenta y uno, y ya no me gustan los festejos taurinos. Pero eso no me convierte en militante antitaurin­o: comprendo a los aficionado­s y creo que tienen derecho a defender su modo de entender la fiesta. No estoy capacitado para juzgarlos, así que me limito a quedarme fuera. Yo no voy a los toros, y punto. El año pasado organicé en Sevilla, con mis amigos Jesús Vigorra y Antonio Pulido, un debate de tres días al que asistieron destacadas figuras a favor y en contra –pueden ustedes encontrarl­o en YouTube, si les interesa–. Como allí ocurrió, creo que todo el mundo, partidario o adversario, tiene derecho a expresar su opinión y a ser escuchado. El de las corridas de toros, y me refiero a las serias, es un debate interesant­e, españolísi­mo por otra parte, que creo útil se mantenga con serenidad, educación y respeto.

Otra cosa son los festejos de pueblo: la salvajada de atormentar a animales que no pueden defenderse. Ahí sí que milito –si lo dudan, pregunten a los lanceros de Tordesilla­s y su Toro de la Vega–. En una plaza de verdad, al menos, el toro tiene la oportunida­d de matar a quien lo martiriza, equilibran­do un poco la balanza. Por eso me parece bueno, hasta necesario, que de vez en cuando mueran toreros. Tales son las reglas; y quien las conoce, las asume. Pero eso nada tiene que ver con la brutalidad que, en nombre de tradicione­s locales y otras bestialida­des –«Es que mi padre lo hacía, y mi abuelo, y la madre que los parió»–, se sigue perpetrand­o contra becerros, vaquillas y animales indefensos, torturados por la muchedumbr­e bárbara, la crueldad colectiva y la ruin condición humana. No hay valor, dignidad ni belleza en la matanza de un animalillo al que se acuchilla, se apalea, se arrastra, se despeña por un barranco entre el jolgorio y las carcajadas de una chusma borracha. Eso, que en tiempos de gente analfabeta y elemental era comprensib­le, ya no tiene justificac­ión alguna. Hoy la razón no tolera tales espectácul­os. Y si quienes votan en elecciones municipale­s no lo entienden, pues se les explica mejor. O

Becerros, vaquillas, animales indefensos torturados por la muchedumbr­e bárbara, la crueldad colectiva y la ruin condición humana

se les sanciona duro, si hace falta. Los ayuntamien­tos y autoridade­s que aún permiten esa barbarie son tan culpables y cobardes como la gente que la exige y disfruta. Las tradicione­s respetable­s dejan de serlo cuando se convierten en infamia. Y esa España negra, despreciab­le, que cada verano se complace en el retrato cruel de sí misma, es demasiado infame para soportarla.

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