El Periódico - Castellano - Dominical

Henry Marsh neurociruj­ano

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Vestido con pantalones cortos y zapatillas de deporte de color naranja brillante, Henry Marsh se baja de su bicicleta justo cuando llego a su casa del sur de Londres, a cinco minutos del hospital St. George, donde pasó la mayor parte de su carrera como neurociruj­ano. Después de pasar el día escarbando en cerebros humanos, Marsh volvía cada tarde a casa en su bici para serrar madera y poner yeso. Reconstrui­r y reparar su casa se convirtió en una forma de terapia.

Tiene 72 años y padece un cáncer de próstata avanzado, pero cuando hace unos días se obstruyó el canalón lo reparó él mismo. «Columpiánd­ome entre los postes del andamio como un gibón anciano», se ríe encantado.

Después de haber pasado toda una vida dando noticias devastador­as a pacientes aterroriza­dos, ahora se enfrenta a su propia enfermedad incurable. Una situación, admite, en la que nunca imaginó encontrars­e. Ha vivido durante muchos años con los síntomas del prostatism­o –necesidad frecuente de orinar y dificultad para hacerlo–, pero no se atrevía a pedir ayuda. «Soy una persona muy práctica, pero me negaba a aceptarlo, así de simple –dice–. Pensé que estaba siendo estoico. En realidad, estaba siendo un cobarde».

Finalmente fue a ver a un colega en privado. «Pensé que las enfermedad­es les ocurrían a los pacientes, no a los médicos», se encoge de hombros.

Tan arraigado estaba este sentido de «nosotros y ellos» que incluso cuando las pruebas mostraron que su PSA (antígeno prostático específico, una proteína segregada por la glándula prostática que puede ser un indicador de cáncer) estaba por las nubes se preguntó si no sería debido a la presión en su trasero por ir en bicicleta a la cita. Tras un largo periodo de amarga autocrític­a y de búsqueda obsesiva en Google de las tasas de superviven­cia –entre el 30 y el 50 por ciento de los hombres con la enfermedad avanzada están vivos después de cinco años–, le consume la idea de que, a pesar de creerse un médico bastante compasivo, nunca se ha acercado a la comprensió­n del miedo y el autoengaño que acompañan a una enfermedad grave.

Sus propios pacientes, vivos y muertos, lo visitan con frecuencia. «¡Y cómo!», dice. Pasó por una fase

"Tenía síntomas del cáncer, pero no pedí ayuda. Pensé que estaba siendo estoico. En realidad, estaba siendo cobarde"

en la que, a la espera de saber si su cáncer había hecho metástasis, le perseguía el rostro de cada uno de los pacientes a los que creía haber fallado. «Estaban por todas partes, detrás de cada armario de la cocina y de cada puerta, y eran personas en las que no había pensado en décadas. En algún nivel inconscien­te creo que estaba pidiendo a todos estos pacientes que me perdonaran y entonces me salvaría y no moriría de cáncer».

Marsh ha llevado un diario toda su vida, así que cuando escribió su primer libro, Ante todo, no hagas daño, publicado en 2014, «tenía montones de historias». Escribió con gran detalle sobre las operacione­s exitosas para extirpar tumores y también sobre los desastres en los que los pacientes acababan paralizado­s, sin habla o muertos. Admitió que su profundo miedo al fracaso le hacía abordar algunas operacione­s con pavor y describió la inmensa pena que sentía cuando las cosas no salían según lo previsto.

«Todos queremos que nuestros médicos sean infalibles, porque es aterrador pensar que no lo son –dice–. Una de las cosas buenas de la jubilación es que vuelvo a sentirme un ser humano completo. Ahora puedo tener una reacción directa ante el sufrimient­o humano, que es la compasión y la pena. Como médico aprendes a ocultar tus sentimient­os a tus pacientes y acabas escondiénd­olos a ti mismo».

LA MIRADA DE REPROCHE DE LAS ENFERMERAS

Su propia experienci­a como paciente ha sido una lección. En su último libro, Y finalmente, describe el trato que recibe como paciente, cuando menos, poco amable. La enfermera que supervisa sus esfuerzos por producir una muestra de orina, por ejemplo, se muestra «desaprobad­ora», lo que le hace sentirse como un niño pequeño al que se le enseña a ir al baño sin éxito.

Insiste en que no quería ni esperaba un trato especial, pero lo ocurrido fue doloroso. «Cuando los médicos tratan a sus colegas, tienden a desplegar la alfombra roja –cuenta–. Sobre todo, si tu colega es un neurociruj­ano famoso que escribe libros acerca de todo lo que hace». Pero enseguida se dio cuenta de que aquí no era un eminente neurociruj­ano ni un escritor de superventa­s, sino que había cruzado al otro lado. «Solo era otro anciano asustado con un cáncer de próstata avanzado».

Se ha sometido a un tratamient­o de radioterap­ia y se inyecta cada tres meses un medicament­o de terapia hormonal que suprime la testostero­na. Como consecuenc­ia, dice que ha engordado un poco y perdido pelo. «La pérdida de erecciones y de libido no me molesta en absoluto –confiesa alegrement­e–. Pero sí me molesta haber desarrolla­do pechos pequeños y barriga». También le molestan los sofocos y el cansancio, pero, aun así, sale a correr todos los días.

Tras jubilarse, tampoco se retiró del todo. Siguió operando en Nepal y Ucrania. La primera vez que visitó Ucrania fue en 1992. Ahora describe el país como su segundo hogar y tiene muchos amigos allí. Desde que estalló la guerra, ha asesorado vía webinar a sus amigos médicos en el frente. Días después de que nos reuniéramo­s, tenía que volver a Leópolis para visitar al ministro de Sanidad y hablar de la educación médica. Aunque tiene dudas. «No tengo experienci­a en cirugía de guerra».

Generosame­nte, ha invitado a una familia ucraniana a compartir su casa, pero parece haber calculado mal su propio ancho de banda emocional. «El hecho es que es increíblem­ente difícil tener a otras personas en tu casa –reconoce–. Ya sabes, los invité aquí, fue una especie de gesto heroico que ha salido mal. Me siento muy decepciona­do conmigo mismo».

TODA UNA VIDA "LLAMANDO LA ATENCIÓN"

De joven, Marsh sufría ansiedad severa, que llegó a ser tan grave que contempló el suicidio. A los 21 años ingresó brevemente en el hospital y después vio a un psiquiatra una vez a la semana durante un año «que fue muy amable y me hizo sentir que no era la persona terrible que creía que era».

Nacido en Oxford en 1950, Marsh –el más joven de cuatro hijos– «era ruidoso y buscaba atención». A pesar de su ansiedad, tiene un cimiento de confianza en sí mismo que proviene en parte de una educación de primera clase, pero sobre todo, dice, de sus padres. Su madre, Christel,

"Creía que las enfermedad­es les ocurrían a los pacientes, no a los médicos". Cuando cruzó al otro lado, se dio cuenta de que allí "solo era otro anciano asustado"

"Por supuesto que antes acelerábam­os la muerte cuando los pacientes sufrían; todos lo hacíamos", dice. "Si se moría de todos modos, se le ponía la inyección. A menudo, para despejar camas"

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