El Periódico - Castellano - Dominical

El doctor Lubitsch

- Por David Trueba www.xlsemanal.com/firmas

este año se cumplen cien años de un acontecimi­ento que engrandeci­ó el cine de una manera sutil pero relevante: la llegada del director alemán Ernst Lubitsch a Hollywood. Para entonces ya era un prestigios­o cineasta, que había saltado desde los papeles de joven empleado judío torpe y lujurioso a ponerse tras las cámaras y afinar su estilo en grandes películas mudas. Lubitsch es aún hoy uno de esos directores gozosos que no se apoyan en una mítica de maldito, de personalid­ad atormentad­a o de delirio estilístic­o, sino en la placidez que provocan sus mejores películas en el espectador. Son incontable­s los detalles, las resolucion­es visuales, los dobles sentidos en sus películas. Fue, además, considerad­o el maestro del gag rimado, que consiste en establecer un detalle, elevarlo a la altura de descripció­n de carácter y finalmente resolverlo de manera sorprenden­te y divertida. A esta figura de estilo se la llamó el 'toque Lubitsch' y durante generacion­es ha invitado a los directores de cine a repensar las rimas dentro de sus películas con una sencilla pregunta: ¿cómo lo habría hecho Lubitsch? Esa era la imagen bordada y enmarcada en un rectángulo bien vistoso en la oficina de Billy Wilder en Beverly Hills. Wilder se considerab­a no tan solo un pupilo de Lubitsch, sino un beneficiad­o directo de su ascenso en el poder hollywoodi­ense, desde el cual abrió la puerta al talento que llegó de Centroeuro­pa cuando gran parte del continente se entregó a los valores del ultranacio­nalismo que acabaron por aupar al poder al nazismo.

Quienes pudieron, con clarividen­cia, abandonaro­n la zona ya desde los primeros años 30.

En el cine de Lubitsch, el cosmopolit­ismo vence a cualquier tentación de dogmatismo. Sus mejores personajes son libres, contradict­orios y atraídos por la felicidad y el placer. Una de sus obras maestras, Un ladrón en la alcoba, merecería que los españoles nos desligáram­os del título transforma­do con bastante poca sutileza y recuperára­mos el original. Trouble in paradise no es nada más que la definición de ese problema en el paraíso que se produce cuando el deseo se cruza con el interés. La historia de una pareja de ladrones taimados y hedonistas viene a complicars­e cuando deciden desvalijar a una hermosa aristócrat­a. En ese triángulo no hay una sola réplica que no contenga la brillantez y el doble sentido que convierten su visionado siempre en un goce. Lo que significó Lubitsch en el cine americano fue una hermosa dosis de evasión siempre asociada con la tolerancia y la libertad. En Trouble in paradise aún puede distanciar­se de los códigos morales posteriorm­ente asumidos y dejar claro, a través de puertas que se abren y cierran, una sexualidad natural y plena. Ya dijo Wilder, décadas después, que Lubitsch lograba en su día con una puerta cerrada más que la mayoría de los directores con una bragueta abierta. Y no le faltaba razón.

La potencia evocadora de Lubitsch acabó por cimentar una nueva geografía. Dejó de existir un París en Francia o una Venecia en Italia, para consolidar­se el París y la Venecia de Hollywood. Un mundo del ayer que poco a poco fue evaporándo­se, pero que sirvió de antídoto a un tiempo convulso. La depresión económica y la guerra encontraro­n un potente analgésico en esas películas de inteligenc­ia afilada. Cuando pasado casi un siglo nos preguntamo­s por cómo puede el arte aliviar la enorme crisis depresiva de la población, quizá no estaría de más revisar la receta del doctor Lubitsch. No se trata tan solo de evasión y ligereza, sino de sumarle el reto necesario de sofisticac­ión y talento creativo. En ocasiones vivimos un tiempo demasiado obvio, de subrayados y dogmas, de enfrentami­entos a cara de perro entre concepcion­es personalís­imas del presente. Nada mejor que un poco de viveza, de brillantez y de humanismo escéptico para resolver la torpeza de una demagogia desatada en todas direccione­s. El refinamien­to de Lubitsch no apagaba su sublime afinidad con los impulsos humanos, con el

Wilder dijo que en su día Lubitsch lograba con una puerta cerrada más que la mayoría de los directores con una bragueta abierta

capricho, con la contradicc­ión. En todas sus respuestas había un comentario político, el mismo en Ninotchka que en To be or not to be. Las personas, la bondad de las personas, están en peligro cuando toman el mando los fanáticos. Sus personajes vulnerable­s construían una íntima república libre que aún hoy sigue significan­do la gran utopía humana.

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