El Periódico - Castellano - Dominical

Una historia de Europa (LXIX)

- Patente de corso por Arturo Pérez-Reverte

lo de Inglaterra iba a ser de traca, marcando un antes y un después en la historia de las monarquías modernas. A la pobre María Estuardo, reina de Escocia, después de comerse más cárcel que el conde de Montecrist­o, la había hecho afeitar en seco Isabel I de Inglaterra; que pese a su falta de escrúpulos y su bajeza moral (perfectame­nte compatible­s con su grandeza monárquica) era enemiga política, pero al fin y al cabo, reina. Sin embargo, con Carlos I, nieto de la Estuardo, la cosa anduvo por un registro más popular. Por decirlo así, más de ahora. Al morir Isabel sin descendenc­ia, el trono (paradojas de la vida) había ido a parar al hijo de la ejecutada reina escocesa, un tal Jacobo I, que se vio monarca de Inglaterra, Escocia e Irlanda, pero que como rey no tenía ni media hostia. En cambio, su hijo Carlos (el que de joven fue a España con el duque de Buckingham y se las vio con el capitán Alatriste) era más personaje: elegante, autoritari­o, poco respetuoso con el Parlamento e inclinado a hacer lo que le salía de la punta del cetro, dio vidilla a los antes perseguido­s católicos. Y así, entre pitos y flautas, se puso en contra a media Inglaterra, incluidos los protestant­es radicales (llamados puritanos), muchos de los cuales emigraron a la América del Norte por esa época (y allí siguen, imponiéndo­nos lo que consideran, o no, políticame­nte correcto). Durante once años Carlos gobernó echándole un pulso a los representa­ntes populares, a los que ninguneaba; y tanto encabronó a la peña que le reventó en las manos. Tras intentar un golpe de Estado monárquico, tuvo que largarse de Londres mientras estallaba una guerra civil entre partidario­s de la monarquía absoluta y partidario­s del Parlamento. Se diferencia­ban incluso, unos y otros, en la manera de vestir y el corte de pelo: elegantes y con cabello largo los carlistone­s, sobrios y de pelo corto (cabezas redondas, los llamaban) los puritanos. De estos últimos destacó un jefe llamado Oliverio Cromwell, que además de religioso hasta nivel meapilas era presuntame­nte honrado y virtuoso (así lo vendía la propaganda, aunque en tales cosas conviene no fiarse de nadie), y para colmo resultó buen jefe militar. En la batalla de Marston Moor, cantando salmos y tal, imaginen ustedes el cuadro, los puritanos vencieron al ejército monárquico. Eso y lo que vino luego lo cuenta de maravilla Alejandro Dumas en Veinte años después (continuaci­ón de Los tres mosquetero­s). Y lo que vino fue que, reunida una pequeña parte del Parlamento, manipulada por el virtuoso Cromwell, sentenció a muerte a Carlos I, al que se le cortó la cabeza (Remember!) ya casi mediado el siglo, en 1649. Después de aquello Inglaterra se convirtió en una república que en realidad fue dictadura de Cromwell, quien gobernó durante once años por la cara tras hacerse proclamar Lord Protector del país. A efectos políticos formales, lo que hicieron los de allí fue cambiar un rey por otro; pero en cuanto a los hechos, aquella republican­a Inglaterra gobernada por puritanos se dedicó, Biblia en mano y con mucho éxito, a lo colonial y lo mercantil a costa de España, a la que puteó cuanto pudo, y de Holanda, a la que derrotó y desplazó como potencia marítima. Lo del simple cambio de papeles se puso de manifiesto a la muerte del amigo Oliverio, porque el gobierno de la nación fue heredado por su hijo de la manera más desvergonz­adamente monárquica imaginable. Pero Cromwellit­o Junior resultó ser un mierdecill­a que no valía ni para llevarle el botijo a su padre, así que duró un cuarto de hora, los ingleses se vieron huérfanos de líder, y en una de las tragársela­s dobladas más clamorosas de su historia devolviero­n el trono a la familia Estuardo; o sea, al hijo del rey decapitado, que por otra parte tampoco era un chaval como para tirar cohetes. Carlos II (así se llamó el muy pelanas) se pasó el reinado divirtiénd­ose a base de juerga y coyunda; aunque entre una cosa y otra tuvo tiempo para ajustar cuentas con los matadores de su papi, persiguien­do y condenando a los que pudo pillar. Y hasta hizo sacar de la tumba el fiambre del viejo Cromwell para cortarle la cabeza a lo que quedaba de aquella putrefacta mojama. Pero, bueno. Lo importante, lo que hay que retener de esa época, es que, gracias primero a Isabel I y luego a Oliverio Cromwell, la gran Inglaterra que venía de camino estuvo cada vez más a punto

Jacobo I, hijo de María Estuardo, se vio proclamado monarca de Inglaterra, Escocia e Irlanda; pero como rey no tenía ni media hostia

de caramelo. A ellos dos se debió, sobre todo, un rasgo caracterís­tico que durante mucho tiempo (y todavía hoy colea) iba a ser propio de los británicos: una arrogante hipocresía típicament­e anglosajon­a, basada en la convicción de pertenecer a un pueblo escogido por Dios, al que éste, en su infinita simpatía insular, situó por encima de las razas inferiores.

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