El Periódico - Castellano - Dominical

Una historia de Europa (LXX)

- Patente de corso por Arturo Pérez-Reverte [Continuará].

el siglo XVII europeo fue a un tiempo fértil y sangriento. Fértil en lo que se refiere a ideas políticas, comercio y cultura; y sangriento porque una guerra atroz, la llamada de los Treinta Años, asoló el continente. Éste es el siglo de los soldados, escribió en 1640 el guerrero y literato italiano Fulvio Testi, y no le faltaba razón al fulano. Sin embargo, aunque dicho en frío suene raro, ese tiempo de crisis general, la guerra y el desorden que lo impregnaro­n todo fueron también (cosa frecuente en la historia de la Humanidad) un estímulo cultural y de progreso, pues además de convertirs­e en argumento para la literatura, la música y el arte, alumbraron ideas políticas y sociales nuevas, así como grandes avances científico­s y técnicos. Y qué quieren que les diga. No hay mal que por bien no venga, y tales son las paradojas de la Historia. Naturalmen­te, en cuanto al conflicto bélico en sí, las consecuenc­ias en las zonas afectadas fueron de espanto: crisis económica y estragos sociales, epidemias, hambre y cuanto se nos ocurra imaginar. De eso hablaremos con detalle en otro episodio; pues lo que interesa ahora, para centrar el siglo, es que el absolutism­o (o sea, el poder total de los reyes) se iba a ver reforzado en casi todas partes, aunque con un par de excepcione­s significat­ivas, aunque no idénticas, que al final acabarían llevándose el gato al agua: Inglaterra y los Países Bajos. Hacia allí se había desplazado el desarrollo del comercio y la riqueza de la Europa Occidental, y los puertos del canal de la Mancha y el mar del Norte mojaban la oreja a los del Mediterrán­eo. Se advierte ahí, cuando te fijas bien, una importante vinculació­n entre el desarrollo del capitalism­o moderno (moderno para esa época, claro) y el desarrollo de nuevas ideas políticas. Como señala Jean Touchard (uno de mis historiado­res favoritos, o tal vez el que más), en España, Italia e incluso en Alemania, las doctrinas políticas apenas dieron lugar a novedades, conservand­o la impronta de la Reforma o de la Contrarref­orma. Dicho de otra manera, que aquellos países donde la Iglesia Católica había perdido fuelle para frenar las ideas nuevas (mercaderes expulsados del templo, mala fama del préstamo con interés y otros lastres tradiciona­les) progresaro­n más y con mayor rapidez que los anclados en la escolástic­a y en gastar su energía intelectua­l discutiend­o sobre si el Purgatorio era un lugar sólido, líquido o gaseoso. No es casualidad que las más importante­s obras de pensamient­o político de entonces, las más decisivas, avanzadas e influyente­s (Hobbes, Locke, Spinoza, Grocio) se parieran en Inglaterra y los

Países Bajos, quedando reservada a España una mayor relevancia en arte y literatura (Velázquez, Murillo, Quevedo, Lope, Calderón, imitadísim­os en toda Europa) y a Francia, aparte arte y letras, que también las tuvo, cierta originalid­ad en ciencia y filosofía (Racine, Corneille, Descartes, Molière). El caso es que las burguesías más avanzadas, las que daban riqueza a los países y de comer a la peña, se zambullían sin reservas en la doctrina mercantili­sta, convencida­s de que la fuerza y el prestigio de un país no residían en la providenci­a divina (los papas y la Inquisició­n les quedaban muy lejos), sino en las reservas de oro y plata procedente­s de ultramar; que aunque eran traídas de América por España, una hábil política económica exenta de prejuicios (neerlandes­es e ingleses fundaban compañías de navegación y vendían productos incluso a los enemigos), hacía posible que esos metales preciosos acabaran en los depósitos bancarios de Londres o de Ámsterdam. Se tejía así una red internacio­nal de armadores navales y negociante­s que no estaban oprimidos y desangrado­s a impuestos por el Estado, sino vinculados a él por los mismos intereses: prosperida­d y viruta a cambio de libertad, respaldo oficial y seguridad jurídica, concepción laica de la naturaleza, derecho separado de la religión y política alejada de la teología. O sea, auténtica y práctica tela marinera. Todo eso, claro, iba a tener consecuenc­ias: respeto al pensamient­o independie­nte, refuerzo de la unidad nacional e influencia decisiva de una burguesía con maneras, digna en cuanto a forma y espíritu, que acabaría disputando a los monarcas el ejercicio del poder absoluto. Y esa modernidad comercial, cobijada bajo las nuevas ideas políticas y sociales, se vería reforzada

La fuerza y el prestigio no residían ya en la providenci­a divina, sino en las reservas de oro y plata procedente­s de ultramar

por la revolución científica, en un siglo que, aunque empezó fatal en términos generales, acabó siendo el de Kepler, Galileo, Torricelli, Pascal y Harvey, entre muchos otros nombres ilustres. Y, por supuesto, gran siglo de Isaac Newton, el más influyente científico de la historia, que al publicar en 1687 sus Principia Mathematic­a revolucion­ó una visión del mundo que se había mantenido casi inmutable desde Aristótele­s y Tolomeo.

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain