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LAS INCREÍBLES ANDANZAS DE LA PINTORA DE MARÍA Vigée Le Brun ANTONIETA

PESE A SER MUJER Y PLEBEYA, POSARON PARA ELLA REYES, PRÍNCIPES Y ARISTÓCRAT­AS. SUS RETRATOS DE MARÍA ANTONIETA HICIERON FAMOSA A LA QUE, PARA MUCHOS, ES LA MÁS BRILLANTE RETRATISTA DE LA FRANCIA DEL XVIII. SU APASIONANT­E VIDA RECORRIEND­O ASOMBROSOS PALACI

- POR FÁTIMA URIBARRI /

Era la mujer de Francia

con mejores andares. Alta, bien hecha, de brazos soberbios, manos SHTXH²DV QDUL] ôQD PLUDGD espiritual; los labios, sin embargo, un poco exagerados. De aspecto dulce y benevolent­e, sobresalía por su majestad. Lo más llamativo de María Antonieta, la reina de Francia, según su retratista, la pintora Élisabeth Louise Vigée Le Brun, era el esplendor de su tez, su piel transparen­te. «Me faltaban los colores para pintar esa frescura», dice en sus memorias. «Es difícil dar una idea a quien no la vio de tanta gracia y nobleza juntas», añade.

Asegura esta pintora que no encontró en su vida un rostro más encantador. Un halago inmenso porque esta artista conoció muchos rostros: posaron para ella reyes, príncipes, aristócrat­as… «las más antiguas y famosas casas de las capitales europeas», cuenta el historiado­r francés Marc Fumaroli, que le dedica el libro Mundus muliebris. Elisabeth Louise Vigée Le Brun, pintora del Antiguo Régimen femenino (Acantilado).

«Mozart femenino de la pintura del retrato», así llama Fumaroli a esta artista de vida intensa que protagoniz­ó el asombroso logro de convertirs­e en la retratista de María Antonieta, algo insólito por varios motivos: era plebeya, no era académica... y era mujer.

María Antonieta la eligió porque se sentía cómoda con ella. Las sesiones eran agradables, ambas coincidían en la idea de irradiar una imagen de sencillez. Y, además, Élisabeth Louise Vigée (madame Le Brun tras su matrimonio) pintaba muy bien y daba un toque especial a sus retratos. A la reina, por ejemplo, la pintó con un sencillo vestido de muselina que escandaliz­ó en Versalles y le pidió también que no usara talco. A veces cambiaba la indumentar­ia de sus modelos añadiendo pañuelos a modo de echarpes o sugería nuevos peinados y contribuía así a cambios en la moda de la época.

$ 0DU®D $QWRQLHWD OD GXOFLôF´ Mostró una imagen de la reina como madre responsabl­e, de mujer de Estado; intentó –dice Marc Fumaroli– «cambiar en favor de la reina una opinión pública irreconcil­iable con ella». No lo consiguió. «Por más que multiplicó las maternidad­es y se disfrazó de granjera o de pastora, María Antonieta se convirtió en el talón GH $TXLOHV GH /XLV ;9,| FRQFOX\H Fumaroli.

Su retratista no pudo cambiar la imagen frívola, despilfarr­adora e irresponsa­ble de la reina de Francia y, además, unió su destino al de ella: la pintora recibió su parte en los SDQõHWRV GH RGLR GLULJLGRV FRQWUD la soberana. Pero también el haber sido su retratista le permitió acceder a la Académie Royale y le abrió las puertas de los salones de la realeza y la aristocrac­ia en sus años de exilio.

La pintora escapó por los pelos de la Francia revolucion­aria y durante doce años deambuló por Europa, de palacio en palacio, pintando a hombres, pero sobre todo a mujeres ilustres (como lady Hamilton), a reinas (las de Nápoles y Cerdeña), siendo invitada de Catalina la Grande, o retratando al príncipe de Gales y a las hermanas de Napoleón Bonaparte.

,QFUH®EOHV VRQ ODV DQGDQ]DV GH HVWD francesa autora de un «repertorio antropomét­rico imprevisto de degollados de los dos sexos», dice

Marc Fumaroli. En efecto, la mayoría de sus modelos durante las décadas de 1770 y 1780 perdió la cabeza, como María Antonieta.

UN PADRASTRO Y UN MARIDO DETESTABLE­S

La intuición, la suerte, la ambición y su talento para la pintura salvaron a Élisabeth Louise Vigée: ella sí alcanzó la vejez, falleció a los 87 años. Había nacido en París en 1755; era hija de un pintor, también retratista, que se percató del talento de su hija y lo alentó. Desde muy pequeña mostró una habilidad excepciona­l. Después, cuando su padre murió y su madre se casó con un joyero avaro y detestable, empezó a hacer retratos. «Mi padre no nos dejó un duro, pero yo hacía un buen dinero con mis retratos», cuenta en sus memorias.

Madre e hija se mudaron con el joyero a la rue Saint Honoré y así Élisabeth conoció a su vecina la duquesa de Chartres, que le pide un retrato. A través del boca a boca se le abren las puertas de los salones importante­s. «Desde los 15 años frecuentab­a la mejor sociedad y conocía a todos los artistas célebres, de modo que recibía invitacion­es de todas partes», cuenta ella.

Para huir de su odioso padrastro, que se quedaba con el dinero que ella ganaba, aceptó casarse con Jean Baptiste Pierre Le Brun, pintor, dueño de una importante colección de pintura y marchante de arte de Jacques-Louis David, entre otros.

Élisabeth 'salió de Málaga para meterse en Malagón': Le Brun era ludópata y también se quedaba con el dinero que ella ganaba. Pero le proporcion­ó contactos. Comienza entonces su agitada vida social. Eran célebres las veladas que organizaba Élisabeth en su casa, con actuacione­s, disfraces y visitas de pintores, duques, artistas o compositor­es como Gluck. Sus contactos la llevan a Versalles y a la reina.

En 1779 pinta a María Antonieta por primera vez. La representó muchas veces. Muy especial fue el cuadro que le dedicó con una rosa en la mano. «Con sus retratos hizo campaña a favor de la feminidad coronada y de un imperio femenino», dice el historiado­r francés, porque la misoginia de la época era arrollador­a.

A las pintoras se las presuponía libertinas. A Élisabeth le atribuyero­n muchos amantes; entre ellos, el conde de Calonne, controlado­r JHQHUDO GH ôQDQ]DV GH /XLV ;9, Pero ella fue hábil en sus brujuleos sociales y supo salir adelante en situacione­s muy difíciles.

De París escapó por los pelos en 1789. Tenía su carruaje preparado y el pasaporte listo cuando asaltaron su casa. Robaron y la destrozaro­n con furia, pero uno de los asaltantes se apiadó de ella, la previno y le dijo que no huyera en su carruaje. Así que la noche del 5 de octubre la pintora escapa –junto con su hija y una doncella– en una diligencia pública. Disimuland­o su terror, comparte asiento con un ladrón que presume de sus fechorías «y un jacobino LQõDPDGR GH RGLR| FXHQWD HOOD HQ sus memorias.

Su periplo europeo pasó por Roma, Nápoles, Viena, San Petersburg­o y Londres. En todas esas capitales consiguió clientela selecta y un asiento en cenas y reuniones de

En Rusia la abrumó el lujo. Se servían en las cenas copas de cristal llenas de diamantes. Y algunas damas hacían dormir a sus siervas bajo sus camas

La mayoría de sus modelos durante las décadas de 1770 y 1780 perdió la cabeza, como María Antonieta

postín. En sus memorias desgrana interesant­es apreciacio­nes sobre la belleza, los modales y el WHPSHUDPHQ­WR GH OD õRU \ QDWD europea. En Rusia queda impactada por el lujo abrumador, el esplendor de las mansiones, los mayúsculos dispendios y opulencias. Relata, por ejemplo, que en una cena ofrecida por el príncipe Potemkin «en el postre se pusieron sobre la mesa copas de cristal llenas de diamantes, que se sirvieron a las damas a cucharadas». Sus observacio­nes sobre Rusia son interesant­es: le chocó también que algunas damas hacían dormir a una sierva bajo sus camas.

CATALINA, LA REINA DEL MUNDO

Rusia la deja boquiabier­ta. Le impacta cómo se protegen del frío: dice que pasó menos frío allí que en Francia, a pesar de que los termómetro­s se precipitab­an hasta los 20 grados bajo cero; le gusta su LQõXHQFLD RULHQWDO \ OH HQWXVLDVPD Catalina la Grande. La primera vez que la ve, en una cena de gala, le llama la atención su «mirada de águila». Aunque Catalina era bajita, «todo era tan símbolo de majestad que parecía la reina del mundo», dice.

Nada que ver con madame Murat, hermana de Napoleón, a la que retrató años después, ya de vuelta en París. Le parece una maleducada que le daba plantones de días y, cuando reaparecía, se negaba a posar con igual indumentar­ia y peinado. Y encima pagaba poco: solo 1800 francos, se queja la pintora. Con indirectas se atrevió a protestar: «He pintado a princesas reales que nunca me han hecho esperar», dejó caer durante una sesión.

Tenía su carácter Élisabeth Vigée. Se adivina en sus memorias, en las que destila un punto de altivez. Quizá era necesario ser así para lograr la enorme proeza de ganarse la vida pintando en un tiempo en el que «las mujeres estaban relegadas a los géneros de segundo orden, ODV õRUHV OD QDWXUDOH]D PXHUWD HO retrato, tardíament­e el paisaje», explica Marc Fumaroli.

Elisabeth Vigée se impuso en prestigio «a su única rival a escala europea, la retratista Angelica Kauffmann, y, a escala parisiense, a la retratista Adélaïde Labille-Guiard, protegida de David», cuenta Marc Fumaroli. En su opinión, Elisabeth Vigée fue «una retratista magistral FDSD] GH FRQMXJDU HO SDUHFLGR ôHO FRQ la idealizaci­ón impalpable».

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Élizabeth sentía fascinació­n por la monarquía, como por la reina Catalina, pero no por toda la nobleza. A madame Murat, la hermana de Napoleón, la critica en sus memorias por sus desplantes. También supo destacar la ternura en retratos como el de su hija Julie (abajo). En el Museo del Prado se pueden admirar sus cuadros de la reina de Nápoles y de María Cristina Teresa de Borbón.
MARIA CRISTINA DE BORBÓN PINTORA DE DAMAS Élizabeth sentía fascinació­n por la monarquía, como por la reina Catalina, pero no por toda la nobleza. A madame Murat, la hermana de Napoleón, la critica en sus memorias por sus desplantes. También supo destacar la ternura en retratos como el de su hija Julie (abajo). En el Museo del Prado se pueden admirar sus cuadros de la reina de Nápoles y de María Cristina Teresa de Borbón.
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JULIE LE BRUN

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