El Periódico - Castellano - On Barcelona
BLUE HAWAII EL BAILE COMO TERAPIA
El dúo dance-pop canadiense visita Laut para presentar su cuarto álbum, un recordatorio del poder de la música para curar heridas
La discografía de Blue Hawaii cuenta una historia. Su primer álbum, Blooming Summer (2010), explicaba el momento en que sus dos miembros, Alex Agor Cowan y Raphaelle Ra Standell-preston, cayeron prendados el uno del otro. Tres años después llegaba el bastante más triste Untogether (2013), sobre su separación. En el tercero, Tenderness (2017), nos contaban que, pese a todo, habían quedado como (buenos) amigos.
«El último ya es un poco diferente», cuenta Agor, refiriéndose al reciente Open reduction internal fixation. En lugar de contar su historia conjunta, se centra en dos historias personales paralelas. «Es un disco de recuperación. En el caso de Raphaelle, del mal de amores. En mi caso, de algo mucho más literal. El título del disco [Cirugía de reducción abierta y fijación interna] hace referencia a la cirugía que me realizaron en el talón izquierdo. Tanto Raphaelle como yo pasamos por algo duro y tuvimos que arreglarnos por dentro».
El mejor remedio, sugieren Blue Hawaii, no está en las salas de fisioterapia, sino en la pista de baile. «Nos propusimos hacer canciones que te hicieran sentir bien, pero también mover el culo», dice Agor. En temas de Open reduction internal fixation como All that blue o Boileau, este dúo de electro-pop más bien melancólico se rinde a los placeres del hedonismo y profundiza más que nunca en su pasión por el house clásico. «La música de baile –explica Agor– nos ha interesado desde el principio; se puede detectar su influjo en los otros discos, aunque de forma más sutil. En los directos, siempre nos habíamos atrevido a ir más lejos. Esta vez hemos conseguido
«LA IDEA ES LA DIVERSIÓN SIN LÍMITES. EL NIVEL DE ENERGÍA ES ALTO», PROMETEN
Laut (Vilà i Vila, 61)
Al referirse a Maitea, Nico Montaner parece disculparse. Un lugar «sencillo», «familiar», «solo una taberna». La enumeración me parece estupenda, estimable, y reivindicativa en horas de mastuerzos y fachendosos.
Atravieso la quincena de metros de la barra, tuerzo a la derecha y me indican la mesa en el comedor. No hay sillas, sino taburetes. Mi espalda protesta. Nico cuenta el porqué: «Para que el cliente pueda apartarse con más facilidad de la mesa y acercarse a la barra de pinchos. En el comedor también se pueden comer pinchos, o carta, o carta y pinchos». Hay sillas para columnas vertebrales precarias. 110 taburetes y ocho sillas.
Me apunto al un-poco-de-todo y pruebo la chistorra. La chistorra es un antidepresivo. Que no se entere la industria farmacéutica. Más chistorra de Arbizu y menos Prozac.
Hace dos décadas, los padres de Nico y Andrés, el otro hermano que trabaja aquí, fundaron Maitea. Hace seis años lo movieron unos metros en la misma calle, a este local. Tal vez llegue un cliente recuperado y sufra una alucinación: la escenografía es la misma, pero la disposición de barra-comedor está al revés.
Esta es una taberna vasca de dos hermanos catalanes de madre donostiarra donde ambas patrias se entrelazan. Busco el alma del norte y pido una comanda para corazones fuertes: chistorra, pochas, ajoarriero, tortilla y tarta de queso. En cualquier momento me pongo a levantar piedras. Me tienta el chuletón pero no querría acabar como Elvis en los días de Las Vegas.
Para el vino (tienen una carta para pasarlo bien), me dejo aconsejar: Gorronda 2017, txakoli tinto que soporta esta cocina para forzudos.