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UNA PLACA PARA EL WATUSI

- Miqui Otero Periodista y escritor

Hace más de 2.000 años, Catón El Joven paseaba por Roma con un colega. Este le comentó si no le parecía injusto que no hubiera en toda la ciudad ni un monumento en homenaje a su carrera. El colega, equivalent­e de esos presuntos amigos que te deslizan que alguien ha rajado de tu novela en Twitter, no tardó en recibir la respuesta: «Prefiero que mis contemporá­neos romanos se pregunten por qué no me levantan una estatua a que la posteridad se pregunte por qué me la levantaron». Hace menos de una semana, se convocó una lectura festiva de homenaje al escritor Francisco Casavella, para colgar una placa con su nombre, su fecha de nacimiento, la de defunción, y una definición: «Escriptor del barri». Así que aquí estamos, en el Espai Calàbria 66, donde se atornillar­á la placa, escuchando la exquisita selección musical de Barracuda y saludándon­os. Ilustres como Jordi Costa, como Jaime, como el dueño del bar Prize, también conocido como La iguana porque al fondo del garito vivía un sanísimo ejemplar de este reptil. Se suceden las canciones y nos asaltan las lecturas. La prosa de Casavella es contagiosa como una risa en una noche de cumpleaños. Lee Víctor Recort y Victoria Bermejo y Carlos Zanón y Pilar Romera. Lee Marcos Ordóñez, la voz en off de un mundo mejor, y después de leer le dedica, con su voz de barítono, unas palabras: «Falta un árbol», dice. «Cómo sabía Casavella detectar las puertas de la alegría», dice. Y en los ojos de alguno se podría filmar un documental sobre las cataratas de Iguazú.

ESTÁ Y NO ESTÁ

También leo yo. Barracuda me presenta como «el primo». «Jamás me habían presentado con un insulto», digo, por sacarle hierro a la cosa. «El primo. Eso soy. Un primo», mi falsa modestia pasivoagre­siva. Intento explicar algo. Hoy Casavella está y no está. Está, porque van a poner una placa. Está, porque los que leen iremos a tomar algo cargando los ejemplares de los libros que hemos recitado, así que estará, también, sobre las mesas de zinc de las terrazas en invierno. Y quiero leer algo sobre lo que está y no está. Sobre lo que ha desapareci­do, pero sigue aquí a través de la leyenda. O de la fe. O del arte. O del estribillo.

Abro Lo que sé de los vampiros, con el que ganó el Premio Nadal, y leo ese pasaje donde a Martín Viloalle su hermano mayor le explica que hay quien dice que los huesos de calamar de la ría son almas de marineros muertos en plena faena. La corriente los trae a la orilla para que los recordemos. Y se dice que en algún caso se vuelven querubines y al cielo que van. Martín mira los calamares fijamente a ver si eso sucede. «Lo esperaba, pero no lo creía y entonces tampoco debía de esperarlo. ¿Qué hacía, pues? ¿Lo esperaba o no lo esperaba? Si lo esperaba y creía, se sentía más a gusto, más cómodo. Si no lo esperaba, y por tanto no creía, se sentía importante, pero muy inquieto. Deseaba la realidad de ese brillo no del todo cierto». En esas estamos.

¿Estaba o no estaba Casavella esa tarde allí? Recurro a mi yo de 10 años. Cuando leí en la solapilla del ejemplar de El triunfo que el autor había trabajado como chófer de una vedete del Paralelo. «¡Pero, filliño, si no tiene carnet de conducir!», me dijo mi madre. Y yo pensé: ni falta que le hace. No se necesita carnet para conducir a una vedete. Solo se necesita literatura. Estaba. —

MIQUI OTERO UNO QUE ESCRIBE COSAS PARA VIVIR Y QUE VIVE COSAS PARA ESCRIBIR

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