El Periódico - Castellano

Adiós palmera, adiós

-

Aveces hay personas que les hablan a los perros y a los gatos. Se supone que las mas cotassonen­or memente receptivas al lenguaje humano. Suelen mirar a sus propietari­os y hacen como si escucharan atentament­e el soliloquio de sus dueños. Al fin y al cabo, cuando al perro ya no se le usa como guardián ni el gato se justifica por ser el verdugo de los roedores, ya solo nos queda convertirl­o en compañero silencioso de nuestras conversaci­ones. Todos los robinsones que en el mundo han sido han acabado gritando al mar o dejándose llevar por la armonía de una caracola vacía.

El grado máximo de esas irresistib­les ganas de hablar se manifiesta también junto a los árboles. El árbol no solo sirve para dejar en su corteza el signo del amor entre dos personas, sino también para abrazarse a su tronco y dejar que la energía de su savia penetre poco a poco en nuestro cuerpo cansado. Pero hay árboles y árboles. Y tal vez el más majestuoso sea la palmera, signo inequívoco de nuestra mediterran­eidad. El escritor bosnio Predrag Matjevejic dice que el Mediterrán­eo acaba allá donde crece el último olivo. Pero podríamos añadir que empieza allí donde nace la primera palmera.

En el barrio de Sant Gervasi quedan algunos ejemplares de palmeras que un día dieron sombra y música a los jardines de una burguesía de clausura. Cuando se vendieron sus antiguas parcelas llegaron nuevos constructo­res dispuestos a convertir las propiedade­s nobiliaria­s en propiedade­s horizontal­es. Lo echaron todo abajo menos las palmeras, como señal de respeto a ese árbol prodigioso.

Ayer, en una de esas calles estrechas rematadas por las palmas, vi a un hombre de mediana edad abrazado al tronco de un bello ejemplar. También el hombre tenía ganas de hablar ante lo que era un verdadero desastre: «Perdone, señor, pero fíjese: la palmera se está muriendo». Me quedé un rato con él, porque ante la muerte no hay que pasar de largo. Había leído que una extraña epidemia se cebaba sobre esos árboles por culpa del voraz apetito del Ryncho

phorus ferrugineu­s, un escarabajo coriáceo y grande armado de un agresivo espolón. El hombre tiró de una palma, que cedió inmediatam­ente. «¿Lo ve? Es el morrut, lo que en castellano llaman el picudo rojo. No creía que esa plaga llegara a las ciudades y aquí la tiene».

Persevera en esa idea de que las ciudades continúan amurallada­s para evitar la llegada de todos los males de la selva. Imagino al hombre desconsola­do imaginando auténticos enjambres de morruts subiendo a un tren de la costa y luego esparciénd­ose por las copas de las palmeras. Se llama Nicolás, y en su dolor va musitando «¡Qué disgusto, qué pena!». Es evidente que aquella palmera le hacía compañía y que la considerab­a indestruct­ible. «Dicen que las cotorras grises son un depredador natural de las larvas de morrut. Tonterías. ¿Cómo va a cebarse una cotorra con un escarabajo cuando la ciudad les da todo el alimento que quieren?» Era un árbol y ya pronto será un monumento. El Mediterrán­eo no se nos va por el mar sino por el aire. «¿Qué pondrán en este alcorque? El ayuntamien­to ya no va a plantar más palmeras». Pienso, pero por respeto a su dolor no le digo, que en ese lugar le iría bien una señal de tráfico para evitar frenazos inoportuno­s. Al fin y al cabo somos lo que somos por culpa nuestra y no del voraz morrut. Dejo a Nicolás palpando el tronco de esa especie moribunda. Igual que los niños que, antes de ver su casa derruida, jugaban bajo la sombra de la palmera que ya nunca volverá.

 ?? ARCHIVO / AGUSTÍ CARBONELL ?? Operarios tratan las palmeras afectadas por el escarabajo picudo en el parque de la Ciutadella.
ARCHIVO / AGUSTÍ CARBONELL Operarios tratan las palmeras afectadas por el escarabajo picudo en el parque de la Ciutadella.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain