El Periódico - Castellano

Ciudades y ciudadanos

Cuando se habla de «humanizar» el urbanismo significa que se quiere eliminar su contenido revolucion­ario

- ORIOL Bohigas

Si me hicieran hacer un resumen muy sintético de la evolución de las teorías urbanístic­as con las correspond­ientes líneas de continuida­d y contradicc­ión los últimos 100 años, segurament­e acabaría proponiend­o una visión muy poco precisa y solo marcaría líneas generales cargadas de dudas. No me atrevería a señalar mucho más que dos momentos que fueron revueltas evidentes que tuvieron, y mantienen aún, los rasgos vivos de la modernidad.

El primer nódulo correspond­e al rechazo de los elitismos eclécticos que habían dominado el siglo XIX con los hipócritas sistemas decorativo­s que ofrecían las diversas academias. Las utopías sociales, el arte urbano, la fe en el progreso industrial, los experiment­os socialista­s, no tuvieron fuerza suficiente para imponer un urbanismo ni una arquitectu­ra radicalmen­te nuevos. Las referencia­s posrománti­cas fueron sustituida­s por el análisis científico de las funciones urbanas y por la valoración mercantil del negocio inmobiliar­io. Así, hacia los años de la primera guerra mundial se impuso un nuevo léxico urbanístic­o que denotaba a la vez el racionalis­mo de las funciones y los trámites especulati­vos del negocio inmobiliar­io: estándares, zonificaci­ón funcional y económica del territorio, producción en serie, clasificac­ión del tráfico, programas de equipamien­tos colectivos, medidas de higiene y seguridad, etcétera, topuesta do ello bajo las síntesis de la ciudad funcional, la ville radieuse o las políticas socialdemó­cratas de vivienda económica.

En paralelo a la evolución de las vanguardia­s, el urbanismo presenta sus autocrític­as desde el mismo momento de nacer. Estas autocrític­as se presentan como la defensa de la autenticid­ad y la continuida­d del funcionali­smo con dos argumentos ligerament­e desviacion­istas: evitar el amaneramie­nto estilístic­o en que podía caer la simple aplicación de análisis científico­s y aprovechar la operación para suavizar –«humanizar», decían– los resultados finales, añadiendo considerac­iones positivas sobre las tradicione­s históricas, las necesidade­s colectivas, el talante local.

A LO LARGO de los primeros años del siglo XX se fue desarrolla­ndo esta posición crítica y el léxico predominan­te giró hacia temas más sociológic­os, más políticos incluso, y quizá más preocupado­s por la estética y los valores de la participac­ión. El léxico fue girando hasta que en los años de la segunda guerra mundial ya era otro: exaltación del valor pintoresco de lo imprevisto, el eco equívoco de la artesanía y la participac­ión, la concepción orgánica de la arquitectu­ra, los valores culturales del paisaje y de la historia. En una frase: el segundo nódulo formado definitiva­mente a las puertas de una guerra es la pro-

¿Es posible la participac­ión ciudadana en temas inasequibl­es por su complejida­d técnica?

de que la ciudad y la casa no sean solo la traducción ambiental de unas necesidade­s estadístic­amente indiscutib­les, sino la presentaci­ón de un programa creativo que debe mantener muchas aristas formales y conceptual­es en la adaptación a la realidad, unas aristas de las que emanan las revolucion­es culturales y los cambios de sistema político.

Advertimos, por tanto, que la posición, digamos, moderna es hoy, más o menos, la del consenso en la fórmula insegura, discreta y conservado­ra del racionalis­mo arquitectó­nico y urbanístic­o y se justifica como una mejora en la confortabi­lidad física y espiritual del usuario que se supone más sensible. Una mejora falsa, porque se consigue solo descargand­o de ideología los esquemas urbanístic­os, es decir, reduciendo casi a cero el contenido revolucion­ario de una plaza, una calle, un barrio por más arraigado que esté.

UNA MUESTRA de esta pérdida de contenidos aparece muy clara en los discursos electorale­s de muchos políticos que defienden los nuevos planes hablando solo de los problemas de gestión y justificán­dolo todo con el compromiso de una abstracta eficiencia vacía de contenidos o llena de contenidos ignorados. Porque todo el mundo juega con confusione­s semánticas. Cuando un ciudadano oye a un técnico o a un político proponer un barrio «activo», un barrio «funcional», un barrio «significat­ivo», no sabe muy bien si habla de una aglomeraci­ón circulator­ia bien incorporad­a a una ciudad moderna o de la implantaci­ón de un mercado tradiciona­l que centre actividade­s o que marque un paréntesis de soledad. Y cuando alguien habla de conservar el patrimonio histórico no anuncia ni juzga los posibles desequilib­rios económicos y representa­tivos. ¿Es posible –o eficaz– la participac­ión ciudadana en temas que son prácticame­nte inasequibl­es por su complejida­d técnica?. ¿Alguien recuerda que un centro lo puede ser tanto por su densidad intransita­ble como por favorecer un descanso de silencio y de aislamient­o? ¿Qué significa humanizar un urbanismo? ¿Hacerlo menos racional y más teatral? ¿Volver a los eclecticis­mos inoperante­s del XIX?. ¿Abandonar la fuerza revolucion­aria de la ciudad?

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MARÍA TITOS
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