Diagnósticos malos, falsos consensos
El doctor tal sostiene que el enfermo padece una hepatitis A. El doctor cual, en cambio, opina que el enfermo sufre una hepatitis B. Tras largas discusiones, logran un acuerdo diagnóstico: tiene hepatitis C. Se muestran muy satisfechos, con su amor propio intacto porque no ha prevalecido la tesis del contrincante. Pero la pregunta es: ¿qué enfermedad sufre, realmente, el paciente...?
En el mundo de la ciencia, tal situación no se da nunca, o casi nunca; en política, casi a diario. Algunos políticos, más incluso que la propia victoria, valoran la derrota del adversario. El consenso no se busca tanto por el resultado como por el acuerdo en sí mismo. Los problemas de la realidad se desdibujan ante el éxito del pacto. Así, llegan a grandes abrazos en torno a perfectas inconsistencias. Pero el enfermo sigue con su enfermedad. Y sin diagnosticar, encima.
En política, a menudo se alcanza un mal pacto para escenificar una espuria entente plausible
Recortes y soberanía participan de este estado de cosas. A la hora de apretarse el cinturón, unos y otros han concluido que debe hacerlo un tercero. Las empresas productivas han perdido ventas o contratos y han visto incrementada la presión fiscal mientras la máquina administrativa las contempla con relativa indiferencia. Los funcionarios se quejan de la pérdida de una paga extra ante un audiencia diezmada por los ERE, los concursos de acreedores y los despidos. Tras haber transferido al por mayor competencias a las autonomías, el Estado mantiene su mismo cuerpo de funcionarios, antes y después de la crisis.
Ahora se busca una tercera vía para llegar a un acuerdo ante el envite soberanista. Ni A, ni B: hepatitis C. Puede acabar pasando. Podría haber un mal acuerdo para escenificar un falso entendimiento. La enfermedad, enquistada, se exacerbaría en silencio. Pero habría apretón de manos y foto. Y más funcionariado. Y menos tejido productivo. Y mucha frustración.