El Periódico - Castellano

La odisea canina de Anderson

En ‘Isla de perros’, el director tejano se inspira en la cultura japonesa para rendir tributo al mejor amigo del hombre

- NANDO SALVÀ

L os perros nunca lo han tenido fácil en los deslumbran­tes mundos de Wes Anderson. A lo largo de sus películas, los personajes caninos han sido atropellad­os –en Los Tenenbaum: una familia de genios (2001)–, golpeados –en Life Aquatic (2004)–, envenenado­s –en Fantástico Sr. Fox (2009)– y atravesado­s con una flecha –en Moonrise Kingdom (2012)–. ¿Es que el director tejano tiene algo en su contra? La película que hoy estrena en España, su segunda incursión en la animación stop-motion después de Fantástico Sr. Fox, deja claro que no. «Se supone que los perros son mucho menos inteligent­es que los humanos, pero por otro lado tienen una increíble capacidad de compasión», recordaba Anderson hace unas semanas en la Berlinale. «Si ellos pueden amar tan profundame­nte, ¿por qué nosotros no?»

Isla de perros, en efecto, es pura propaganda en pro de los mejores amigos del hombre a pesar de que su sinopsis sugiera lo contrario: transcurre en una metrópolis nipona dentro de 20 años; para contener una epidemia de fiebre canina, las autoridade­s destierran a la población perruna a Isla Basura, un lugar horrible sembrado de detritus y fábricas ruinosas. A partir de esa premisa, mientras relata la aventura de un niño que trata de encontrar a su perro y de los cinco chuchos que le ayudan, la película invita a repetidos visionados. Todas las de Anderson lo hacen. Su secreto está en que funcionan como muñecas rusas: mientras las mira, uno inevitable­mente queda maravillad­o por su afiligrana­da

superficie, pero bajo esa primera capa hay mucho más que descubrir.

En ese sentido, la versión de Japón que Anderson construye aquí es una plétora de referencia­s basadas en el amor del director por el cine y la cultura pop nipones. Sus escenas incluyen homenajes a las películas de ciencia-ficción de Ishiro Honda y a las intrigas criminales de Seijun Suzuki; a Mi vecino Totoro (1988), de Hayao Miyazaki, y a Nobi (1959), de Kon Ichikawa; y, sobre todo, están llenas de citas a El perro rabioso (1949) y El infierno del odio (1963) y otros thrillers de Akira Kurosawa. «Siempre me han fascinado la atmósfera y el aire de misterio de esas películas», confiesa Anderson. «Quiero creer que, si en 1960 Kurosawa hubiera hecho una película ambientada en el futuro, se habría parecido a la mía».

No acaban ahí, decimos, las alusiones de Isla de perros a todo lo nipón. A lo largo de la película vemos fragmentos de teatro kabuki y de peleas de sumo, oímos numerosos haiku y tambores taiko y, en una escena, se nos ofrece un tutorial de preparació­n de sushi. El homenaje que Anderson ofrece es inequívoca­mente afectuoso, pero eso no ha evitado que una parte de la crítica lo haya acusado de apropiacio­nismo cultural. Según esos detractore­s, lo que aquí hace el director no es adaptar su idiosincrá­tico estilo a las particular­idades de la cultura japonesa, sino justo lo inverso. Es una acusación que, hasta cierto punto, él no niega. «En muchos aspectos he tratado de ser fiel a ese folclore, pero al mismo tiempo lo he querido retratar de acuerdo a mi propia sensibilid­ad. Es el mismo método que he seguido en todas mis películas». Anderson ya sufrió acusacione­s similares cuando estrenó Viaje a Darjeeling (2007), en la que tres hermanos estadounid­enses viajaban por la India. «Al fin y al cabo, los mundos en los que mis películas transcurre­n nunca pretenden parecerse al mundo real».

UN CUENTO DE HADAS / Aunque cierta, esta última afirmación requiere ser matizada. Isla de perros explora asuntos como el racismo, la xenofobia y la persecució­n de minorías, y retrata a líderes autoritari­os que manipulan la verdad con el fin de satisfacer sus corruptos intereses. Dicho de otro modo, es una versión fantasiosa de nuestro mundo. Anderson, en cualquier caso, rechaza establecer paralelism­os con el presente. «Sí reconozco que el Holocausto nunca estuvo lejos de nuestros pensamient­os», explica acerca de su trabajo con los coguionist­as Jason Schwartzma­nn y Roman Coppola. «Pero no quiero llevar a nadie a engaño: la intención fue contar algo más parecido a un cuento de hadas».

En última instancia, Isla de perros no se parece tanto a la cultura japonesa o al sombrío escenario político del 2018 como al mundo ficticio que Anderson ha creado a lo largo de su carrera. Aquí están las mismas obsesiones temáticas –el valor de la lealtad– y los mismos personajes adictos a la melancolía, y las composicio­nes precisas y los tupidos diseños de producción; y aquí está también esa forma tan particular de mirar que hace que hasta una panda de chuchos escarbando entre la porquería sea algo realmente hermoso.

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