Franco, infame cazador
El dictador convirtió el ‘Azor’ en un barco ballenero en el Cantábrico y clavó 15 arpones y 120 balazos a un cachalote que se le rebeló
Las barbas de ballena se usaron para confeccionar corpiños, porras y deshollinadoras
La relación del hombre con las ballenas no tiene término medio. Eduard Degollada las observa con admiración. Cree incluso que, cuando las graba con el dron, ellas miran a cámara. No es broma. Puede que escuchen el zumbido de las hélices. Si es así, es con indiferencia cetácica, o sea, gigantesca. Las ballenas tienen un antepasado que caminó sobre la tierra. Por lo que sea, volvió al mar. Evolucionó hasta las especies actuales. Cuando estas conocieron al hombre, no se encontraron a tipos como Degollada o esa cincuentena de pescadores de la costa catalana que, amablemente, cuando las avistan, se lo comunican por radio. Fue muy distinto.
La industra ballenera fue la repera. Como la esclavista. Una fuente de grandes fortunas. No es cuestión de rememorarla de pe a pa. Solo un par de detalles, tal vez poco recordados. Las barbas de las ballenas pusieron lúbricos a miles de hombres que jamás vieron el mar. En siglo XIX, esa parte de las ballenas se utilizaba para fabricar sensuales corpiños. París era el principal importador del mundo. El triste final es que, cuando los corpiños pasaron a fabricarse con otros materiales, las barbas de la ballenas se emplearon para confeccionar escobas de deshollinador y porras de policía. La caza de ballenas fue desproporcionada y, como ejemplo, lo prometido al principio, el día en que a Francisco Franco le dio por usar el Azor como barco ballenero. La prensa dio cuenta el 6 de agosto de 1959 de una de sus hazañas. Persiguió a un cachalote en aguas cantábricas. Fue una carnicería. Le clavó primero siete arpones de 18 kilos. Luego, ocho más de 10 kilos. El animal se defendía, así que el
caudillo desenfundó su carabina y le disparó, según las crónicas de la época, 120 balazos. Aquel episodio se explica con más y jugosos detalles en Chimán, incluso con sorprendentes revelaciones sobre la mísera avaricia de aquel hombre, pero aquello, por mucho que se pretendiera presentar como una gallardía, no tenía mérito.
Sin ánimo de elogiar la caza de ballenas, para valentía la de la tripulación del Kathleen, a mediados del XIX, que amarraba sus capturas al costado del barco. Los marineros se subían sobre el animal y lo despiezaban. Los tiburones acudían y rodeaban el Kathleen. Un resbalón, y adiós marinero. Eso no lo hacía Franco.