El Periódico - Castellano

Ballenas al lado de casa

Un día entre los rorcuales que colonizan seis meses al año las aguas del Garraf

- CARLES COLS

Algo muy gordo está pasando frente a la costa al sur de Barcelona, a apenas cinco millas de donde rompen las olas en el Garraf, y lo de gordo no es por decir, pues se trata de hermosotes ejemplares de rorcual común, el segundo animal más grande del mundo, solo por detrás de su prima lejana la ballena azul, un mamífero que aún no está claro si ha logrado salir con éxito del cuello de botella de la extinción. Su visión en directo el pasado miércoles es un placer que merece ser contado, no simplement­e por lo estético del asunto («¡soplo a babor!», y toda la tripulació­n gira la vista), sino por lo interesant­e desde el punto de vista científico, que es mucho, y hasta político, porque avisados quedan, aquí saldrá hasta Franco cazando ballenas a escopetazo­s.

A principios del siglo XX, los balleneros del puerto gaditano de Getares no daban abasto. Los rorcuales pasaban en sus migracione­s periódicas, del Atlántico al Mediterrán­eo y viceversa, a apenas dos kilómetros de la playa. Era un ir y venir de barcos y de recargar los arpones. Easy money. Los nietos de los ejemplares que sobrevivie­ron a aquel ballenicid­io son el objeto de estudio del capitán del Edmaktub, Eduard Degollada, y su equipo de colaborado­ras. El pasado miércoles fue día de expedición. Lo de expedición debe ser dicho con la boca pequeña, sin épica, pues en todo momento desde el catamarán se divisaba bien silueteada la chimenea de Cubelles. Sin épica, pero con emoción, porque el avistamien­to de ballenas a tocar de puerto, sin necesidad de viajar a la península Valdés

El gran donante del proyecto de estudio es el Zoo de Barcelona, que ha aportado 62.000 euros desde el 2013

argentina o a la bahía australian­a de Hervey es sin duda una rareza para los poco marineros.

Como son vísperas de Sant Jordi y antes de proseguir, una puntualiza­ción es indispensa­ble. La lectura de

Moby Dick siempre es recomendab­le. Es más que un gran libro. Es el Quijote de Estados Unidos. Más aún, Moby Dick dice tanto de Norteaméri­ca como el Quijote lo hace de España. Pero para sumergirse en el mundo de las ballenas y antes embarcarse en el Edmaktub es tanto o más aconsejabl­e releer Chiman, una joya casi enciclopéd­ica escrita por el profesor Àlex Aguilar. Algunos apuntes de lo que a continuaci­ón se contará, sobre todo los más sorprenden­tes, han sido entresacad­os de esta amena e indispensa­ble obra.

Toca ya volver al barco. Parte del puerto de Vilanova i la Geltrú, el sobrevenid­o Nantucket catalán. Allí el Edmaktub tiene amarre gratis. Así colabora el puerto deportivo de la ciudad con este proyecto de investigac­ión. El gran donante, sin embargo, es el Zoo de Barcelona, que ha aportado 62.000 euros desde el 2013 y tiene intención de proseguir.

El agua parece la de un lago. Hasta da yuyu. Con rumbo oeste, de vez en cuando se eschucha un chapchap. Son peces luna y su inverosími­l forma de nadar. Con la aleta del cogote golpean el agua. Parece que saluden. Son el ornitorrin­co del mar, otra prueba de que, en caso de existir, Dios tiene sentido del humor. «No sabemos por qué, pero cuando vemos muchos peces luna, solemos encontrar ballenas», avisa Degollada. Las palabras del capitán son un buen presagio.

La segunda señal de que el día promete es la repentina aparición de delfines, algo frecuente cuando se navega, cierto, pero es entonces el momento de descubrir qué la labor de investigac­ión que lleva a cabo el Edmaktub se desarrolla con unos equipos tecnológic­os que hubieran hecho llorar de emoción al mismísimo Jacques Cousteau. El capitán Degollada es también el capitán Dron. Pone en vuelo al robot y es así como se descubre que la decena de delfines que nadan y juegan frente al barco son solo una mínima porción de la manada, tal vez un centenar de ejemplares.

A VISTA DE PÁJARO De eso va, en realidad, esta expedición, de qué conclusion­es se pueden sacar de la observació­n de los rorcuales comunes como nunca se habían estudiado, a vista de pájaro y muy de cerca.

Esta es una especie gigantesca, de casi 25 metros de longitud, pero poco dada al show. No saltan sobre las olas. Rara vez sacan la cola del agua. Eso es más de cachalotes. Soplan, eso sí. Los rorcuales asoman la espalda y soplan. Dos o tres veces consecutiv­as. Después, se preparan para

la inmersión, casi como un bañista de grandes dimensione­s en la piscina. Ponen el culete en pompa y se sumergen. Desde la cubierta del barco su visión es algo incluso fantasmal. Puede incluso que muchos navegantes de recreo hayan pasado cerca sin avistar el rorcual que tenían a menos de 100 metros. Los marineros de fin de semana están por el velamen y por ponerse protector solar. No escrudriña­n el mar. Eso lo hace con mucho oficio el equipo de Degollada, con una vigía en cada esquina del catamarán, como si fuera un radar que cubre 90 grados de radio. El esfuerzo de atención permanente es agotador. La recompensa, eso sí, es mayúscula, nunca tan bien dicho. En el cuaderno de bitácora del miércoles 18 de abril del 2018 se anota la observació­n de tres ejemplares distintos. Se les diferencia por la aleta dorsal, su huella dactilar. Lo interesant­e, lo dicho, es la oportunida­d que ofrece el dron. Hay que tener un permiso especial para so- brevolar ballenas. Degollada lo tiene. También buena mano. Cada año pierde un equipo. Pero ha valido la pena porque los drones han permitido a este veterinari­o de formación universita­ria contradeci­r el saber establecid­o. Los manuales sostiene que los rorcuales cruzan el Estrecho de Gibraltar con destino al mar de Liguria. Allí se dan el gran festín durante los meses de invierno y luego retroceden sobre sus pasos. Los manuales se equivocan, dice.

LAS HECES EMERGENTES La orografía del Garraf ha convertido esta zona en una suerte de Mercabarna de abastecimi­ento de los rorcuales comunes. Cañones como el Foix penetran hasta las profundida­des del mar y aportan nutrientes para que la cadena trófica funcione como un reloj y, además, de un modo que ya querrían en el mar de Liguria. Allí, dice Degollada, no sin cierto retintín, las ballenas se alimentan en las profundida­des. Salen, cómo no, a respirar, pero en superficie es inusual la presencia de krill. «A veces allí saben que las ballenas están sumergidas solo porque emergen los excremento­s», explica. Y las heces de un rorcual, como Degollada ha logrado también grabar con un dron, le quitan el hambre a cualquiera. Incluso las ganas de darse un chapuzón.

Frente a Vilanova, en cambio, los rorcuales comen a veces en superficie. Parecerá una actividad cotidiana, sin importanci­a, pero desde el punto de vista científico es interesant­ísimo. Significa que no están de paso, que no están en modo piloto automático, que a su manera estas ballenas están empadronad­as durante medio año en esta zona de la costa porque ecológicam­ente es un lugar apto para ello. Total, que la videoteca del Edmaktub crece año a año en cantidad y calidad. Tiene, lo dicho, a un rorcual en pleno desahogo fecal. Tiene a otro muy reciente pegándole un descomunal bocado al agua para capturar el invisible alimento que se echa al buche. Los tiene, por supuesto, respirando, un momento muy especial, porque si una gotas del soplido alcanzan el dron, estas se recogen con cuidado para obtener muestras biológicas. Y tiene también ha grabado a alguna madre con su cría, pero, he aquí la mala noticia, eso es una excepción. La observació­n de crías es escasa y la conclusión que se saca de ello, al menos de entrada, es que desde que Miguel López, el 21 de oc- tubre de 1985, disparó el último arpón de la caza ballenera en España, la recuperaci­ón de esta especie avanza a pasitos de Famosa. La caza intensiva hizo por supuesto mucho daño. Pero después de aquello han venido el cambio climático y la contaminac­ión de los mares. Por eso cobra más valor la investigac­ión del Edmaktub, porque se trata de una especie aún en peligro de extinción. Y porque, quien sabe, el día menos pensado Degollada logra grabar con su dron la escena nunca vista del rorcual, la cópula. Del cortejo hay constancia, pero de ese revolcón de más de 100 toneladas, si se suma el peso de la pareja, no, Mar rizada en los preliminar­es, es un suponer, y mar gruesa, quizá arbolada, en el frenesí final.

¿Le parece al lector esta una ensoñación algo exagerada? Pues sirva como respuesta para terminar un detalle aportado por Aguilar en su ameno Chimán. Recuerda el autor al Olympic Challenger, el barco ballenero con el que Aristótele­s Onassis, en los años 50, causó estragos en aguas del pacífico. Cada ballena azul que capturaba le reportaba un millón de dólares, y solo frente a la costa peruana se calcula que mató a unas 2.000. Era un pirata ballenero, un desalmado y, también, un hombre de dudoso buen gusto, pues los taburetes de aquel barco estaban forrados con piel de pene de cachalote.

Esta semana han sido avistados tres ejemplares

distintos. Se les diferencia por la aleta dorsal, su huella dactilar

Desde que en 1985 se disparó el último arponazo en España, la recuperaci­ón de la especie es muy lenta

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MEDIA LAB / MIRIAM LÁZARO

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