Carta de un maestro: «Nos estamos engañando»
En mis casi 28 años como profesor de educación secundaria y bachillerato en centros públicos he vivido casi seis leyes de educación, más la catalana. Mi percepción como docente, ciudadano y usuario es que la compleja realidad se ha movido poco a tenor de los resultados. La suerte que tenemos profesores, familias y alumnos es que las veleidades políticas y sindicales se producen al margen de las aulas, aunque, eso sí, las pagamos con los impuestos de todos. La huelga ha vuelto a ser otro brindis al sol (que, desde luego, respeto) porque los sindicatos mayoritarios siguen la partitura del poder.
La política educativa en Catalunya está en manos de tres pilares no declarados y con roles complementarios. Primero, la pedagogía de corte kumbayá y voluntarista (entre tots ho farem tot), suministradora de léxico hueco y divertimentos didácticopueriles; después, la Administración pesebrista –algunos que viven del cuento en Ensenyament y otros servicios educativos– y, por último, el cortafuegos de la inspección educativa. Es evidente que estas presentaciones a partir de lobis son ajenas a toda crítica periodística oficial del país. Una parte considerable del profesorado vive sujeto a una suerte de control directo de los mediocres y obedientes que ponen en marcha este trajín. Así, toca resistir en privado, al margen de esta atonía en la que estamos: más burocracia (drives, correos electrónicos y parrilla de contenidos y competencias...) para entretenernos en lugar de analizar los problemas y ponerles remedio; cada vez más decisiones verticales, camufladas de pseudodemocracia y falsas asambleas, y el dinero de siempre a la escuela concertada (donde han estudiado los hijos de muchos que dan lecciones de moral pública). Y casi 30 años después, tengo más alumnos que nunca en las aulas, y trabajo para dar trabajo a otros que, encima, me dan lecciones de obviedad. Y sonreímos aunque sospechamos que nos estamos engañando. Son los peores tiempos para la lírica.