El Periódico - Castellano

El aullido de los lobos de la noche

- ANDREU Claret Periodista y escritor.

Si hay una metáfora que recubre muchas noticias de este verano del 2017, es la del aullido de los lobos de la noche. Como todos los veranos los lobos han vuelto a Sebastopol para celebrar la liberación de Crimea, no sin antes reunirse con Putin, mientras la policía detenía a cientos de manifestan­tes en las calles de Moscú. Los Lobos de la Noche son unos moteros eslavos al estilo de los Angeles del Infierno, pero son mucho más que esto. Prefieren Mad Max a Easy Rider porque lo suyo no son los sueños hippies de las praderas norteameri­canas sino la lucha contra el apocalipsi­s que viene.

Prefieren Mel Gibson a Denis

Hooper porque retrató el sufrimient­o de Jesucristo a manos de los judíos que también consideran responsabl­es de los males de Rusia. Son una manada de moteros patriótico­s, que se encaraman a la Harley Davidson para que la madre Rusia vuelva a ser respetada (¡America First!) como en los tiempos de Iván el Terrible, o como cuando mandaba Stalin. Se entiende que Putin les prefiera a los manifestan­tes que reclaman más democracia. Incluso que les adore y les condecore, para compensar que Merkel no les dejó llegar hasta Berlín. Son hombres de una pieza, como él, machos blancos y heterosexu­ales vestidos de cueros negros, con cadenas adornadas de calaveras

y brazos tatuados con águilas, tarántulas y gatos que se escurren entre alambres de púas que recuerdan las hazañas militares de Grozny y del Donbass.

QUE PUTIN

se reúna con sus Lobos de la Noche puede parecer una excentrici­dad. Pero si en el mismo telediario aparece Mateo

Salvini haciéndose selfis en una playa del Lazio, mientras unos desamparad­os piden que el Open Arms pueda atracar en un puerto italiano, la notica ya no es tan exótica. Sobre todo cuando uno descubre que Salvini es cada vez más propenso a cortar y pegar frases de Mussolini para sus arengas. La última: Tanti nemici, tanto onore, en clave de hombrada destinada figurar en una galería de estupidece­s. Tampoco lo es tanto, si la misma televisión muestra imágenes de Trump y

Melania, en El Paso, sonrientes, con un bebé en brazos cuyos padres murieron en el último de los tiroteos. Al presidente no le basta con sonreír: levanta el pulgar, para confirmar su éxtasis. Hablamos de Estados Unidos, Rusia e Italia, tres países en los que asistimos a una misma deriva, populista, machista, mentecata, hecha de gestos y decisiones que obedecen a un mismo propósito, el de movilizar, como diría la recién desapareci­da Toni

Morrison, «a un hombre blanco dispuesto a abandonar su humanidad con tal de no perder su estatus»: un obrero de Detroit, un parado de Torino, o uno de estos lobos rusos que maldicen a Gorbachov ya Eltsin por la pérdida del imperio soviético. Aunque sea a costa de resetear los programas de misiles nucleares y volver a empezar.

Estos fuegos de artificio del lenguaje contribuye­n a la idea de que la humanidad camina por el pedregal. Que todo está cada día peor, hasta el punto que unas jóvenes norteameri­canas han lanzado la idea de una huelga de niños, porque consideran poco ético traer al mundo un hijo o una hija, en las actuales circunstan­cias. ¿Para qué si, con el deshielo de Groenlandi­a, el mar subiría de siete metros?, según vaticina John Church, una de las personas que mejor conocen el impacto del aumento de las temperatur­as sobre el nivel del mar.

Pero ¿es cierto que todo va a peor? No es esta la opinión de

Steven Pinker, uno de los pensadores más originales del momento, que lucha contra la desmemoria. Para recordar, tras las últimas matanzas en EE.UU, que hace 30 años morían el doble de norteameri­canos por armas de fuego o para precisar que la pobreza extrema en el mundo se ha reducido, en estas mismos tres décadas, del 37% al 10%. Su idea es que, pese a todo, las ideas de las Luces se han abierto camino y han cambiado el mundo a mejor.

Creo que no hace falta tener una fe ciega en el progreso para darle la razón. Lo que ocurre es que el progreso y las transforma­ciones culturales y tecnológic­as que le acompañan provocan miedos atávicos en la sociedad y ponen en cuestión los intereses establecid­os de muchas élites. Ahí esta el peligro, porque lo que tarda años en prosperar –entre otras cosas la democracia– se puede venir abajo a partir de un conflicto en Cachemira, un brexit salvaje, una guerra comercial con China o el negacionis­mo climático.

Pinker tiene razón, pero le falta añadir que el progreso nunca ha sido lineal. Y que hoy abundan los aprendices de brujo con poder, dispuestos a ponerlo en riesgo, entonando cánticos arcaicos, como los aullidos de los lobos de Sebastopol.

Lo que tarda años en prosperar, los aprendices de brujo lo pueden echar abajo

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LEONARD BEARD
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