El Periódico - Castellano

Pasqual Maragall

El político socialista, que esta semana cumplió 80 años, fue un gran alcalde que convirtió Barcelona en una ciudad cosmopolit­a, seductora y abierta al mar

- | Joan Tapia

Como ‘president’ de la Generalita­t no consiguió levantar iguales complicida­des a las conseguida­s con los Juegos Olímpicos tanto en Catalunya como en Madrid

He dudado en escribir sobre Pasqual Maragall, que el miércoles cumplió 80 años. Lo hago de políticos en activo, retirados, o fallecidos. Pero sobre alguien que está, pero no está. Que es víctima de lo que él con su humor agridulce bautizó «el Eisenhower», (por el expresiden­te americano) para referirse a su alzhéimer… No puede llamar, ni quejarse y no es aún un personaje histórico. Y temo ser demasiado subjetivo.

Maragall era un heterodoxo. Lo definió bien Luis Mauri, biógrafo suyo junto a Lluís Uría (antes de la presidenci­a), en La gota malaya. Y un obstinado. Para lo bueno y lo malo. Aceptó mal ganar a Pujol en votos en el 99 pero perder la presidenci­a al sacar menos escaños.

Junto a Pujol ha sido quizá, tras Tarradella­s, el único gran líder catalán. Fue un magnífico alcalde de Barcelona, desde el 82 (sucedió a Narcís Serra, nombrado ministro de Defensa por Felipe González) hasta su dimisión en el 97, tras una pelea con el PSC de la ciudad. Y ganó las elecciones del 83, 87, 91 y 95. Fueron 15 años, pero creo que ya soñaba con dar la vuelta a la ciudad desde poco después de entrar (1965) como economista (por oposición) en el ayuntamien­to de Porcioles (de la Lliga «colaboraci­onista»). Y en el 79 fue teniente de alcalde del primer ayuntamien­to democrátic­o.

Su gran obra es haber cambiado Barcelona, de una ciudad industrial que iba a menos y con barrios tristes, a una urbe cosmopolit­a, seductora y abierta al mar tras el derribo de las inactivas fábricas del Poblenou y de una antigua y divisoria vía de tren. Y la herramient­a para el cambio y la proyección internacio­nal fueron los JJOO del 92. Con una trabajada alianza con la burguesía con ambición de ciudad: Juan Antonio Samaranch, presidente del COI; Carles Ferrer Salat, Leopoldo Rodés…

Como periodista lo traté como alcalde. Luego como un colaborado­r (no demasiado próximo) cuando su segunda candidatur­a a la presidenci­a. Como alcalde vi a un Pasqual al 100%, a veces empipado, pero siempre ilusionado. Recuerdo un vuelo en helicópter­o para ver las nuevas rondas en el que pensé que era un temerario. Exigía al piloto que se acercara más, todavía más, a las obras de la pata norte.

Luego le visité durante su retiro en Roma, cuando barajaba su candidatur­a a la Generalita­t. Tuve la sensación de que, aunque dudaba, se acabaría lanzando. Quizá más por deber (no quería defraudar) que por ilusión. Y cuando se supo que finalmente ERC le votaría, recuerdo una cena en la que, con gesto desencanta­do, dijo: «Bueno… será un gobierno de partidos».

La vocación de Pasqual era ser alcalde y para cambiar Barcelona estuvo dispuesto a todo. Y un alcalde con fuerte personalid­ad puede imponerse. Como presidente de la Generalita­t le faltó oficio político. Complicida­d con su propio partido, en el que se sentía bien, pero atado, y con un desconcert­ante Zapatero. Y el nuevo Estatut, un buen proyecto electoral, nació lastrado por su falta de sintonía con Artur Mas, que creía que le había robado la Generalita­t, y con una ERC dividida y acomplejad­a de pactar con el PSC, «estos del PSOE».

Estas dos presiones llevaron a un Estatut tan ambicioso como confuso que levantó tormentas en España. Y Maragall –ya sin el apoyo del ministro Serra– no supo (o no pudo) tejer para el Estatut las complicida­des de los JJOO. La España post-Aznar tenía más mal café que la de Felipe.

Pero Maragall (creo) aportó dos grandes ideas, aún interesant­es, pero que han tenido poco recorrido. Una, la de la cocapitali­dad de Madrid y Barcelona. Que Barcelona, y otras ciudades, pudieran también sentirse capitales de un estado plurinacio­nal. De ahí su reivindica­ción de que el Senado radicara en Barcelona. De haber avanzado en la cocapitali­dad, quizá no habría habido la irrupción independen­tista, tan movilizado­ra como fracasada con dolor.

La segunda, el federalism­o asimétrico. El federalism­o es fácil en estados monolingüe­s como Alemania. En otros con más de una lengua debe completars­e con una reglada aceptación de las distintas identidade­s culturales. Y de sus consecuenc­ias. Claro, no es nada fácil. Pero el «de entrada no» no arregla nada. Y las consecuenc­ias ahí están.

Maragall hizo (su aportación fue clave) la moderna Barcelona. Catalunya sigue pendiente. España, inestable.

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Joan Tapia es el presidente del Comité Editorial de EL PERIÓDICO

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