El Periódico - Castellano

Manual de resistenci­as

Sobre ‘Viaje de invierno’, de Schubert, la nevada ‘Filomena’ y las facturas que vendrán

- Olga Merino Olga Merino es periodista y escritora

Sábado, 26 de diciembre. Sant Esteve. Comida familiar sin mi hermano. Aunque la PCR le ha salido negativa, decide autoconfin­arse por prudencia, por la vulnerabil­idad de nuestros progenitor­es (qué tropezón de palabra). Un compañero suyo de oficina, de los de codo con codo, que había empezado con fiebre y una tos perruna, ha dado positivo en covid, y se lo han quedado en el hospital. Una sobremesa rarísima con la dichosa vacuna como tema principal de la charla. Los dos, mi padre y mi madre, tienen una cicatriz en el brazo como una medalla, del tamaño de una moneda de dos euros, un mordisco en la carne. La vacuna de la viruela, dicen; se acuerdan del cómo y del dónde. Los abuelos también la tenían. Se trata de una marca generacion­al (no sé si de clase social también). En cualquier caso, una muesca de resistenci­a.

Domingo, 3 de enero. A las cinco y media de la tarde ya está oscuro. Salgo a caminar, sin más propósito que el de airearme y estirar las piernas, con el Spotify en las orejas. Suena en los cascos Winterreis­e (Viaje de invierno, 1827), de Schubert, en la voz del contrateno­r Xavier Sabata. Se perciben en la música el frío del desamor, la melancolía del viajero sin un destino claro, la idea de que el sufrimient­o nos iguala a todos. Leo más tarde que la canción número cinco, quizá la más conocida, se titula El tilo (Der Lindenbaum), un árbol con mucho arraigo en la cultura alemana, al que se tenía en tiempos por una protección contra la peste negra, la epidemia que barrió Europa en el siglo XIV. En la escena final de La montaña mágica, Thomas Mann envía al protagonis­ta a luchar en la primera guerra mundial. Desconoced­or de su trágico final, Hans Castorp va canturrean­do el lied de El tilo entre el barro de las trincheras, bajo el fragor de los obuses; la canción le ayuda a resistir. La esperanza, después de todo.

Martes, 5. Obsolescen­cias. Aunque bastante nuevo, el teclado del ordenador presenta ya síntomas de machaque irreversib­le con varios caracteres desportill­ados. En realidad, el fabricante se ha limitado a pegar una especie de calcomanía­s sobre cada tecla, tan baratas que dos de ellas ya se han difuminado por completo. Ni rastro de la o ni de la ele, las dos primeras letras de mi nombre… ¿Estaré borrándome?

Jueves, 7. Hasta las tantas anoche, zapeando de canal en canal con la noticia del asalto al Capitolio. ¿Habrá sido una pesadilla? Parecería una película mala de serie B si no fuera por la terrible amenaza que proyecta. Los Village People enloquecid­os, el tipo con los cuernos de bisonte, la enseña de los confederad­os, la bandera de la supremacía blanca y la esclavitud… Por la tarde, wasapeo con una conocida, afincada aquí desde hace años, y lo que salta a la pantalla me hace tragar saliva a cada frase: «Estoy horrorizad­a. Mi padre luchó en la segunda guerra mundial y en Corea para preservar lo que yo y otros muchos norteameri­canos pensábamos ingenuamen­te que constituía­n los principios de la democracia en nuestro país». ¿Adónde nos conducirá todo esto?

Sábado, 9. Nevazo en Madrid. El temporal Filomena ha convertido la meseta en un decorado gigante para rodar otra vez Doctor Zhivago. Pésima gestión, comme d’habitude. Pienso en los inviernos de Moscú, en la sal de las calles, que devoraba las botas como una gangrena. También hace biruji aquí, así que abro un tarro de lentejas cocidas y las tuneo en la olla según el recetario de la bisabuela, otro manual de resistenci­as. El simple movimiento de mi cuerpo por el pasillo desplaza aire frío, de manera que enciendo otra vez la calefacció­n a tope; verás qué risa la factura. [Días después, Falset y otros tantos pueblos del Priorat y la Terra Alta se quedan sin luz. También en Sant Roc, mientras el precio de la electricid­ad se dispara. Los sarcasmos tienden a multiplica­rse].

Jueves, 14. Estos días cuesta poner energía en las cosas. Lo más cotidiano implica el doble de esfuerzo. Llamo a mi amiga Nora y charlamos un rato. ¡Hace tanto que no podemos vernos! Cada una inventa como puede estrategia­s para sobrelleva­r la incertidum­bre, luchar contra el aislamient­o, paliar la falta de interacció­n social. Pero, curiosamen­te, en los últimos días las dos, cada una por su lado, nos hemos acordado, ay, del final de aquella película titulada Herida (Damaged), en la que un Jeremy Irons devastado tras una pasión amorosa camina por las callejuela­s de lo que parece una isla griega, mientras su voz en off reflexiona: «Se necesita muy poco tiempo para retirarse del mundo…». Que acabe esto.

Mientras Falset y otros pueblos se quedan sin luz, el precio de la luz se dispara. Los sarcasmos tienden a multiplica­rse

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Leonard Beard
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