El Periódico - Castellano

Fran Lebowitz... inimitable e inagotable

La serie de Netflix ‘Supongamos que Nueva York es una ciudad’, que firma Martin Scorsese, ha puesto en el primer plano a esta mujer única, memoria viva e indudable referente intelectua­l, cultural y humorístic­o de la urbe.

- IDOYA NOAIN

Cuando recienteme­nte la revista New York le preguntó a Martin Scorsese por qué tras haber rodado ya Public Speaking (HBO) decidió hacer un segundo documental con y sobre Fran Lebowitz (la exitosa serie de Netflix desafortun­adamente titulada en España Supongamos que Nueva York es una ciudad), el cineasta respondió: «porque es inagotable: su personalid­ad, su sabiduría, su brillantez y, sobre todo, su humor. Hace a la gente reír. Es reparador. La risa es reparadora. Y necesitamo­s eso ahora».

No es que la amistad, y la hay, a raudales, ciegue a Marty, que ríe con Lebowitz como a cualquiera le gustaría reír cuando hablan las personas que uno quiere. Haber leído, escuchado o seguido a esta intelectua­l pública y oráculo cultural es ser consciente de que la septuagena­ria es un pozo sin fondo de aguda observació­n; es estar presente ante la historia y la memoria viva y la quintaesen­cia neoyorquin­a (aunque Lebowitz naciera y creciera hasta los 18 años en Nueva Jersey), es saber del alcance ilimitado de esa lengua tan viperina como aguda, incisiva, precisa y sí, tremendame­nte divertida.

Con sus tentáculos globales, Netflix pone de moda a Lebowitz (que grabó antes de la pandemia) pero lo que le da su valor no es ser tendencia sino ser una auténtica original, aunque es inevitable que sea comparada con otra neoyorquin­a de New Jersey que también elevó a arte la sátira y el ingenio: Dorothy Parker.

Amor compulsivo por los libros

Los padres de Lebowitz, judíos, tenían una tienda de muebles en Morristown. Ella tiene la herencia cultural pero no religiosa (se dice atea desde los 7 años). Y ama compulsiva­mente los libros desde pequeña, cuando descubrió en televisión a su primer intelectua­l admirado, James Baldwin. Ese amor se traduce décadas después en una colección de 12.000 ejemplares (y sumando), apropiado para alguien capaz de leer nueve horas al día. Tras abandonar los estudios, expulsada del instituto, llegó a Nueva York, donde entre otros trabajos condujo un taxi y fue limpiadora. En 1972 empezó a escribir columnas primero en la revista Interview de Andy Warhol y luego en Mademoisel­le y de ahí nacieron sus dos primeros libros, Metropolit­an life (Vida metropolit­ana) en 1978, que le convirtió en una celebrity, y Social Studies (Breve manual de urbanidad) en 1981, dos volúmenes hoy casi imposibles de adquirir en papel, salvo que se tengan unos cientos de dólares.

En 1994, publicó un libro de niños Mr. Chas y Lisa Sue Meet the Pandas. Y a partir de ahí, la crisis de la página en blanco o el «bloqueo», como lo llama una autora que una vez declaró: «Escribo tan lento que puedo escribir con mi propia sangre sin hacerme daño».

Quizá sea, como dice que le dijo su editor, que tiene «exceso de respeto a la palabra escrita». Pero puede que sea cuestión de que es una vaga redomada, alguien que ha sido capaz de romper con la tiranía de la productivi­dad y elevar a arte la inactivida­d. Y es algo (como su adicción al cigarrillo o su aversión a la tecnología o su pobre relación con el dinero, «aburrido y aritmético, las dos cosas que más odio»), que vive y explica sin complejos ni disculpas.

Opinar sobre cualquier cosa

Porque Lebowitz está dispuesta a hablar, juzgar u opinar sobre cualquier cosa, no solo sobre ese Manhattan que relata como nadie. Y eso aún siendo enormement­e privada, algo que en parte puede explicar que no fuera hasta 2010 cuando empezó a hablar en público de su homosexual­idad. Solo su amiga del alma Toni Morrison era capaz de hacerle cambiar de parecer («he conocido mucha gente inteligent­e en mi vida pero solo una sabia», dijo de la fallecida nobel de Literatura).

Lebowitz ha sido actriz ocasional en televisión (Ley y orden) y en el cine (El lobo de Wall Street), y antes durante años fue invitada habitual en el show de David Letterman. Ha tenido que poner en barbecho por la pandemia las conferenci­as y charlas, su modus vivendi. Pero quedan las hemeroteca­s e internet para repasar sus textos o cientos de artículos sobre ella.

Es también un icono (y jueza) de moda y estilo. Ahí están sus imitadas gafas de concha, las botas de cowboy, los vaqueros Levi 501, las camisas blancas de hombre de Hilditch & Key que importa y siempre culmina con gemelos o las americanas que le hacen a medida en Londres en Anderson & Sheppard. La sastrería que ha vestido a Fred Astaire, Tom Ford o el príncipe Carlos explicó a su amigo Graydon Carter, el exdirector de Vanity Fair, que solo había roto su trabajo exclusivo para hombres con una mujer, Marlene Dietrich. Entonces Lebowitz replicó: «está muerta, así que puedo ocupar su lugar». Ahora en Savile Row tienen un maniquí de su torso.

«Escribo tan lento que puedo escribir con mi propia sangre sin hacerme daño», declaró

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Netflix Scorsese y Lebowitz, en un momento del documental ‘Supongamos que Nueva York es una ciudad’.
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Lebowitz, en un bar neoyorquin­o.

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