Pekín acalla las voces críticas con la gestión inicial de la pandemia
Ninguna de las demandas por negligencia presentadas por familiares de fallecidos por covid-19 ha sido admitida a trámite
Wuhan sublima el éxito. La ciudad donde surgió el coronavirus ya lo había domado el pasado marzo con menos de 4.000 muertos mientras el mundo sigue amontonando cadáveres un año después. Hay sobradas razones para el orgullo pero en ese relato de solidaridad y esfuerzo, de pueblo y Gobierno unidos por el fin común, chirrían las voces de una minoría. Son los que perdieron a familiares durante las primeras semanas, cuando la información sobre la pandemia era incorrecta o escasa. Ahí confabularon, en porcentajes discutidos, la confusión comprensible que rodea a cualquier nuevo patógeno y la ineptitud y opacidad de las autoridades locales.
«Mi padre se habría salvado si hubiéramos sabido que el virus era tan peligroso», sentencia la señora Liu, nombre ficticio. Su padre sufría de diarrea y fiebre cinco días antes de que se decretara la cuarentena y falleció una semana después mientras esperaba su ingreso en el hospital. No consta el covid-19 en su certificado de defunción porque murió antes de ser diagnosticado. «Es humillante, nadie muere sin causa», lamenta.
El «lado oscuro»
Su lucha ha transitado por la senda habitual en China: protestas ignoradas, presiones policiales, súplicas de familiares para que abandone y el único respaldo de los compañeros de trinchera. El más fragoroso es Zhang Hai. Su padre murió tras infectarse en un hospital de Wuhan en el que se trataba una lesión en la pierna cuando el coronavirus era aún una misteriosa neumonía. «Antes nunca me preocupé de la política, solo de conseguir una vida mejor, pero en esta pandemia he visto el lado oscuro del Gobierno», añade.
Zhang conoce el paño. Dispara titulares y distribuye sobre la mesa el certificado militar de su padre, las denuncias judiciales y una carta del presidente, Xi Jinping. Todo remite a la vieja figura del peticionario: campesinos que años atrás llegaban a la capital para denunciar las tropelías cometidas
«Sus reclamaciones están siendo consideradas como asuntos políticos», afirma un activista
por los poderes locales con la certeza de que, una vez escuchados, sus pretensiones serían cumplidas. Los peticionarios hunden sus raíces en los excesos del mandarinato, han heredado aquella fe ciega en el emperador y comparten su escasísimo porcentaje de éxito. Zhang y la señora Liu coinciden en culpar a las autoridades locales y en eximir de responsabilidad al Gobierno central.
El activista Yang Zhanqing, que desde Nueva York ha asesorado a los familiares afectados, revela que ninguna de las demandas contra las autoridades locales ha sido admitida a trámite. «No hay posibilidad de que lleguen a juicio porque sus reclamaciones están siendo consideradas como asuntos políticos», señala. Los rechazos han sido orales, en vulneración de la ley, para no dejar constancia escrita.
Citarse con ellos es tan complicado como hacerlo con disidentes durante un cónclave político en Pekín. Se encadenan cambios de fecha y lugar sin razón aparente e informaciones confusas a través de aplicaciones de mensajería encriptadas y se acude sin saber a ciencia cierta quién se va a presentar. Es necesario cuando sus grupos en wechat o weibo, las aplicaciones locales, han sido borrados y acecha la policía.
Orden tras el caos
Pekín puso orden después de los desmanes a lo largo de las primeras semanas, fulminó a las autoridades sanitarias y gubernamentales de la provincia de Hubei y, además, amenazó con aplicar castigos severos a todos aquellos que escatimaran en transparencia. Los despidos son insuficientes, juzga Liu. «Su incompetencia ha matado a gente», zanja.
La ágil y contundente gestión china del coronavirus explica una factura humana ridícula y una economía engrasada de nuevo. Duele que a ese cuadro le falte generosidad para permitir ningún espacio a la minoría de críticos, que se han convertido de la noche a la mañana en proscritos.
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