Malgobernanza
Todo lo contemplamos desde la verticalidad y la jerarquía radial de la España del siglo XX
En naciones de cultura federal acreditada, como EEUU o Alemania, su estructura de gobierno multinivel les ha obligado a asumir la normalidad de un proceso continuo de negociación, conflicto y compromiso. Era fácil imaginar qué podía suceder en España, un país donde el desacuerdo es la noticia esperada y que no levanta recelos, mientras que el acuerdo resulta una buena nueva siempre bajo sospecha; tarda poco en convertirse en una mala noticia porque necesariamente uno ha debido vender o engañar a otro para pactar. Sociedades que nos llevan ventaja en entender que vivimos en un mundo transversal, aplanado, donde el poder se comparte para ejercerlo con eficacia, tienen problemas para gestionar la Europa poliárquica y horizontal que trae el siglo XXI. Imagínense nosotros, que todo lo contemplamos aún atrincherados desde la verticalidad y la jerarquía radial de la España del XX. Nos cuesta comprenderlo; mucho más hacerlo funcionar.
La gobernanza –añadir ese «co» fue ocurrencia de mercadotécnicos, no de gente que supiera de gobierno- se construye para gestionar la interdependencia de organizaciones que se conectan en red con unas reglas que aseguran la participación, la responsabilidad compartida, el compromiso, la coherencia, la eficacia y la lealtad. Demasiado lío para un país donde lo primero que se discute siempre es quién está al mando y quién se cree para dar órdenes.
La primera respuesta a la primera pandemia del siglo XXI fue propia del siglo pasado. Establecer un punto central de mando y control que trazara un plan de obligado cumplimiento, porque el centro siempre sabe más y sabe siempre qué se debe hacer. Aunque ahora nos parezca inverosímil, seguramente alguien vio también la oportunidad de inventar un «momento Churchill» de liderazgo nacional.
El resultado fue la saturación progresiva de la administración central ante una complejidad territorial que manejan mejor las instituciones propias y un gobierno enredado en asegurar la mayoría en un parlamento fragmentado, entrampado además por el ventajismo de una oposición que renegaba del mando único usando a las autonomías como excusa para instaurar un «mando único como Dios manda»; con la única excepción de Vox, que nunca ha ocultado qué quiere: volver al siglo XX, cuando lo único extranjero eran los turistas, y si es posible al XIX. A los presidentes autonómicos tampoco les venía mal ejercer de tertulianos, sin más apuro que opinar sobre las andanzas de Pedro Sánchez.
A lo que sucedió después le han llamado cogobernanza, pero ni es «co» ni es «gobernanza». Se endosa la gestión, pero se retienen el control y la tutela; la vieja descentralización de toda la vida. En su turno, los gobiernos autonómicos también se apuntaron a la verticalidad. La única diferencia residió en que ahora el punto central de mando y control eran ellos, que eran los que sabían.
La complejidad de realidad y la pandemia los ha desbordado como antes rebosó al Ejecutivo central, ahora aquejado del síndrome Señorita Rottenmaier: entender que su trabajo consiste en corregir los deberes que le presentan las demás administraciones, desde un magisterio que confunde la benevolencia de un público consciente de la dificultad de la misión con haberla ejecutado eficazmente. Aunque, seamos justos, poco se le reconoce a Pablo Casado haber logrado la ansiada cuadratura del círculo: defender a la vez el endurecimiento de restricciones que pide Núñez Feijóo y la libertad como vacuna de Díaz Ayuso.
Pero no todo se explica por el partidismo oportunista en nuestra malgobernanza. Hay algo más de fondo. Los años 90 contemplaron el avance del «Estado gerencial» convirtiendo decisiones políticas –provisión pública o privada, copago o gratuidad, pensiones públicas o planes de pensiones– en elecciones puramente técnicas que debían alejarse de los ciudadanos. La pandemia ha traído la sustitución de aquella «mística gerencial» por una nueva «mística científica». Nuevo formato para la vieja estrategia: difuminar las responsabilidades ante los ciudadanos mientras se centralizan y alejan de su control las decisiones. Si la cogobernanza deriva en malgobernanza no es por accidente o por algo en nuestro ADN, sino porque conviene.
La complejidad de la realidad ha desbordado a los gobiernos autonómicos como antes rebosó al central
PnAntón Losada es Profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Santiago de Compostela