BCN acata el toque de queda
La gran mayoría obedece al confinamiento nocturno tres meses después de aplicarse la medida, en los que se han impuesto 10.800 multas
Quién que iba a imaginar que la Rosa de Fuego, centenario sobrenombre de Barcelona por su incendiaria insistencia en desoír a la autoridad, iba a cumplir tan obedientemente el toque de queda. Tres meses ya es tiempo suficiente para hacer no solo un balance de tan inédita medida, salpimentado, por si gustan, con alguna lúbrica anécdota inesperada, sino también para explicar qué impresión causa y qué conclusiones se sacan de un largo paseo de más de 25 kilómetros de madrugada por las calles de la ciudad. No todos los días se puede, pongamos por caso, cruzar el siempre insomne Raval a solas, sin cruzarse con ni un alma. La mezcla de sobrexcitación, pasmo y canguelo es difícil de compartir en palabras, pero seguro que es imaginable.
La ruta, por situar el relato, comenzó el pasado martes poco antes de las diez de la noche. A esa hora, aunque menos del habitual, aún hay bastante movimiento en la calle. De las bocas del metro salen pasajeros, pero sin carreras hasta el portal de casa. Los paquis son los últimos en bajar las persianas de sus comercios. Está a punto de comenzar la hora de los
riders. Solo faltaría que sonaran tres timbres que anunciaran el inicio de la función para conceder la teatralidad definitiva a ese instante. La primera escena transcurre en la calle de Provença, a los pies de la Sagrada Família.
El templo, ya se sabe, se ha que
dado sin turistas, pero a los cinco apóstoles del colesterol –Burger King, Kentucky Fried Chicken, McDonald’s y Five Guys– no les va tan mal, sirven cenas a domicilio sin pausa. Cada vez más repartidores pedalean con el altavoz a todo volumen. En ausencia de otro tráfico rodado, su presencia es más llamativa y, sobre todo, audible. La selección musical no es para melómanos. Por suerte, pasan rápido.
‘Muerte’ lenta
Que durante una hora aún, hasta las once, los negocios de restauración puedan entregar comidas y, también, la tolerancia policial con ese último paseo del perro hacen que al toque de queda no se llegue con las campanadas del reloj, sino despacio. Desde el 25 de octubre, Barcelona muere cada noche como un pez fuera del agua. Se toma su tiempo hasta que finalmente, eso sí, se queda prácticamente inmóvil.
De esa inmensa quietud da fe el concejal del que pende la Guardia Urbana, Albert Batlle. Admite que no las tenía todas consigo cuando se decretó el toque de queda por mucho que en primavera se hubiera llevado a cabo ya un confinamiento radical. Esta es, recuerda Batlle porque a veces se olvida, una ciudad densa como pocas, de más de 15.000 habitantes por kilómetro cuadrado. Desde octubre y hasta el pasado 21 de enero se han impuesto 10.855 multas, cifra, en realidad, pequeña para una urbe de más de 1,5 millones de habitantes. No cree que el miedo a la sanción sea el mayor argumento para obedecer y quedarse en casa. Cree que pesan más las ganas mayoritarias de poner fin a la pandemia, visto que el primer desconfinamiento, por precipitado, no fue el final de esta pesadilla sanitaria. La madrugada del martes, por resumirlo, puede que hubiera más personas en las unidades de cuidados intensivos de Barcelona (203, según el parte del día) que gente saltándose el toque de queda sin causa justificada.
Urgencia insólita
Pese a todo, ¿a quién multan las autoridades? Hay un poco de todo. Un empleado de la gasolinera de la plaza de Molina, con estupendas vistas sobre una absoluta quietud, cuenta que clientes que vengan a repostar de madrugada hay muy pocos, un par durante todo el toque de queda, por ejemplo. Pero una medianoche reciente llegó un joven a pie. Quería, por no decir que le urgían, preservativos. Parecerá una tontería sin más recorrido que la risa que causa la estupefacción del empleado de la estación de servicio, pero en los 25 kilómetros recorridos bicicleta la madrugada del miércoles fue posible comprobar que los meublés, porque su licencia es hotelera, siguen abiertos. Cabe suponer que para las parejas la emoción de llegar hasta la puerta sin ser cazado por la Guardia Urbana forma parte de los llamados preliminares.
«No se confunda, esta noche esto está muy tranquilo, pero los fines de semana son distintos», cuenta Tarsi, chófer de Cabify, que ha parado en una esquina a fumar un cigarrillo. Las madrugadas del finde dice que son un no parar. Lleva clientes de piso a piso, no necesariamente para grandes juergas, a veces solo para cenas que se prolongan con unas copas hasta bien entrada la madrugada. Los ha habido, asegura, que llevan alguna prenda de trabajo por si los paran en un control. Otros, en esa picaresca de tres al cuarto, dan como destino de la reserva del viaje un hospital, pero cuando están ahí donde quieren ir le piden al conductor que pare el coche, que se baj an. Poner el acento en estos incumplimientos y desdeñar el respeto que la mayoría hace del toque de queda sería distorsionar la realidad.
He aquí, no obstante, algunos apuntes del bloc de notas que merece la pena reseñar. Pasada la medianoche, en la plaza de Catalunya un latero ofrece cervezas. Ver para creer. En la rambla de Catalunya, casi cada terraza sirve de cobijo a un sintecho. Uno carga el móvil en la toma de corriente que hay junto a la barra de la terraza. Otro duerme en una tienda de campaña individual. Lo mismo hace otro junto a la oficina de turismo de la Rambla. Es una foto inevitable, por tanto que resume la situación actual. Cada noche duermen en las calles de Barcelona unas 1.000 personas. Algunas entidades aseguran que son más, unas 1.200. La cuestión es que, como se guarecen bajo los arcos de algunas calles y al abrigo de las puertas de hoteles cerrados, su presencia es medio invisible también.
Menos malhechores
Más apuntes. La plaza Reial, cadavérica desde marzo durante el día, es fantasmal durante la noche. Algo así no tiene precedentes en aquel lugar. En mitad de la plaza hace guardia una furgoneta de la policía municipal. Uno de los dos agentes explica que esta pandemia no solo ha traído el teletrabajo a muchos empleados, sino que también ha sido un contratiempo para los delincuentes, que han tenido que adaptarse, por decirlo de algún modo, laboralmente, modificar su modus operandi. No hay víctimas potenciales de madrugada. Podrían robar en tiendas, pero, claro, a la que salen a la calle nada les resulta más difícil que pasar desapercibidos. Las estadísticas de delitos son inversamente proporcionales a las de contagios. Las denuncias, según los Mossos d’Esquadra, son el 40% menos que hace un año, pero de noche más aún. La actividad malhechora se ha desplomado durante el toque de queda.
Más notas. La calle del Parlament, de unos años para acá la de la última copa para muchos, luce de madrugada irreal. Las luces de Navidad aún no han sido descolgadas. Pero, lo dicho al principio, para irreconocible, el Raval. La plaza de Salvador Seguí, microcosmos socialmente volcánico, está callada como nunca. La calle de Sant Ramon jamás la habría imaginado así el fotógrafo Joan Colom, inmaculadamente desierta. Cuando hace tres meses se decretó el toque de queda, nada de todo esto era fácil de predecir. El reto, como apunta por último Batlle, es saber qué sucederá cuando llegue el buen tiempo. ¿Florecerá de nuevo la Rosa de Fuego?