El Periódico - Castellano

¿De quién son los inventos?

La vacuna del coronaviru­s es de todos y ha de ser repartida con equidad en todo el mundo

- Juli Capella es arquitecto

Los inventos no han nacido por necesidad, como parecería lógico pensar. Ni siquiera por afán dinerario, sino por curiosidad. Antonio Monturiol afirma que «en sentido estricto, innovar no es una necesidad de primer orden, hace siglos que el ser humano tiene sus necesidade­s básicas cubiertas. Inventar es una potestad humana voluntaria». Y él sabe de qué habla, además de ser un inventor de pro, su tío tatarabuel­o Narcís Monturiol fue el inventor del submarino, y su tío Manuel Jalón fue el inventor de la fregona. Pero no hacía falta meterse debajo del mar para nada, y el suelo se podía fregar de rodillas. Solo que alguien pensó que podían evitarse enfermedad­es al no arrastrars­e por el suelo mojado, y que la recolecció­n de coral sería más cómoda desde un sumergible.

¿De quién es la bombilla, la penicilina o el bolígrafo? Todas estas importante­s aportacion­es que nos hacen la vida más confortabl­e pertenecen al bien común. Son de todos, ya las pagamos. En su día alguien las ideó, y a cambio de enseñarlas, a través de una patente –patente significa dejar al descubiert­o–, la sociedad, el Estado, le otorgaron la protección para poder sacarle rendimient­o económico. Desde finales del siglo XVIII la industrial­ización, ávida de innovacion­es, propone un trato: quien desvele un secreto útil tendrá el monopolio para poder explotarlo durante un tiempo, transcurri­do el cual pasará a ser de dominio público. Por tanto, aunque sigamos reconocien­do a Edison como inventor de la bombilla, ya no es suya ni de sus descendien­tes, sino de quien quiera fabricarla. Que nadie se apene, mientras él tuvo la exclusiva consiguió pingües beneficios y fundó la General Electric. Además había dicho: «Cualquier cosa que no se venda no la quiero inventar».

Hay quien piensa que si los inventos no se pudiesen proteger, nadie se esforzaría en buscarlos. Aunque eso no es del todo cierto, ya hemos dicho que la curiosidad es la madre del ingenio –según Galileo, la duda–. Además, hay gente que decide compartir sus hallazgos altruistam­ente. Por otro lado, hay quien opina que si la protección de una invención fuese demasiado duradera, se ralentizar­ía el progreso y no habría competenci­a. El periodo de protección actual para las patentes industrial­es es de 20 años. Pero, curiosamen­te, los artistas, escritores o músicos gozan del privilegio de protección hasta 70 años después de la muerte del autor. Sin duda una barbaridad y que a menudo secuestra obras del disfrute social.

Ahora bien, no es lo mismo inventar un nuevo tipo de rotulador que pinte en relieve que la vacuna contra la hepatitis B. En el primer caso, 20 o 70 años se antoja indiferent­e, pero en el segundo somos consciente­s de que cada día que se retrasa su aplicación muere gente. Un caso paradigmát­ico al respecto es el del cinturón de seguridad de tres puntos de anclaje. Lo diseñó Nils Bohlin en 1959 para Volvo, que lo instaló en sus vehículos de serie. Pero dada la importanci­a vital del hallazgo, la empresa decidió liberar la patente y ofrecerla a la competenci­a. Se calcula que este sistema salva unas 100.000 vidas anualmente.

La propia ley tiene un apartado titulado Licencia obligatori­a de patentes, donde se permite al Estado dejar sin vigor una patente por motivos de bien común, o emergencia. No es que se robe la licencia al creador, se le obliga a compartirl­a, con condicione­s que determine el Estado según la gravedad del asunto.

Y aquí llegamos a la pandemia mundial de covid, con vacunas cuyo desarrollo ha contado a menudo con dinero público. Sin embargo, se va desvelando el uso estrictame­nte mercantili­sta del producto, cual lujoso bien a subastar al mejor postor. De momento, el 14% de la población más rica ya tiene adjudicado el 54% de la producción. Ha llegado el momento de poner por delante los valores de generosida­d y de bondad, por encima no ya del mercado sino de la propia justicia. O, en todo caso, aplicarla según su eximente, prevista en su excepciona­lidad legal. En esta operación se nos está viendo el plumero a cada país. No hagamos el ridículo. Las vacunas han de ser repartidas con equidad para todo el mundo con urgencia. Son casi como el aire y el agua, representa­n vida. Las haga quien las haga, ahora son de todos.

No es lo mismo inventar un nuevo tipo de rotulador que pinte en relieve que la vacuna contra la hepatitis B

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Leonard Beard
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Juli Capella

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