Una regeneración a medias
La banda de Dave Grohl, el exbatería de Nirvana, refresca su fórmula sin superar cotas pasadas en ‘Medicine at midnight’, un trabajo que llega con nueve meses de retraso.
Foo Fighters se las prometían felices un año atrás: con su nueva obra, Medicine at midnight, iban a festejar el 25º aniversario del modo más jovial del que se veían capaces. Era un disco pensado para sostener una gira mundial de jubileo y regar de confeti las arenas del mundo, y ahora nos llega, tras nueve meses de retraso, como un reflejo melancólico de tiempos más divertidos. Otro de esos álbumes, como los de Bruce Springsteen y AC/DC, a los que agarrarnos para elevar el alma en estos días tan ingratos.
La función no le sienta mal a esta banda creada en 1995 por Dave Grohl tras la trágica debacle de Nirvana. Si su primer trabajo fue un expeditivo antídoto a la depresión grunge (y un bofetón a la tropa de angustiados imitadores de Kurt Cobain), ahora Medicine at midnight nos trae cierto desahogo y entretenimiento; dinámicas con un poco de aventura, vivaces coros femeninos, aceleraciones, manotazos punk y una incursión en el baladismo soft-rock. Aunque Grohl lo comparara con Let’s dance, de Bowie, hay poco rastro del funk y menos aún de la disco music, si bien el álbum resulta ameno y es, detalle nada menor, agradablemente corto: nueve canciones.
La guerra esperará
Sorprenden esos festivaleros «nana-nas» en Making a fire, la fortachona pieza de bienvenida, que apuntala el cancionero en tensa alianza con su relevo, Shame shame, single con brisa de suspense, ritmo disruptivo y un estribillo tribal y nublado, con fondo pesado de teclados (Rami Jaffee, ex The Wallflowers, incorporado al grupo en 2017). Unos Foo Fighters más reconocibles entran en tromba en Clouds potter, torpedo con texto anti-pesimistas, y en Waitingon a war, cábala de Grohl sobre sus terrores infantiles en torno al fantasma de una guerra mundial (dedicada a su, al parecer, preocupada hija Harper, de 11 años) que, a partir de las guitarras acústicas y de las cuerdas, va cobrando cuerpo hasta desembocar en una estridente estampida punk-rock.
Da la impresión de que, tras el paso en falso de Concrete and gold (2017), Foo Fighters se han decantado por atender a su instinto y entregar no el disco que más directamente podría reconectar con sus fans sino el que les pedía el cuerpo. Sacando pecho, reincidiendo con Greg Kurstin a la producción (del dúo The Bird & The Bee, con Inara George), cuelan una regeneradora, si bien discreta, aproximación funky (la canción que titula el álbum) y un acogedor medio tiempo en el que cuesta reconocerlos (Chasing birds), de la mano de ciertas exhibiciones de balística de calibre medio: la un poco sobreactuada No son of mine, dedicada al llorado Lemmy, o la funcional Holding poison. Suficiente para deleitar a la afición sin mayores aspavientos, mientras Foo Fighters meditan si para el próximo paso tocará ir pensando en el disco de retorno a las raíces.n