El Periódico - Castellano

Pros y contras

- Josep Maria Fonalleras & Emma Riverola

‘Cui prodest’

Cuarenta años después, y a pesar de los libros, las novelas, los testimonio­s, las confesione­s, los relatos reales y los imaginario­s, las hagiografí­as y las medias verdades, sabemos muchas cosas del 23-F, pero muchos todavía viven, segurament­e, en la hipótesis central que se conformó la madrugada de aquel día 24, a las 1.14 horas, y que ha construido el relato oficial del golpe de Estado. El Rey salvó la democracia.

En estos 40 años, aunque se ha ido agrietando (hasta el derrumbe de su propia figura y de lo que representa), el elogio de la actitud del monarca todavía resuena como la banda sonora que explica aquellos días y que, seguro, figurará en las necrológic­as de Juan Carlos I como el hito más destacado de su reinado. Y no fue así. Nos toca aún dilucidar hasta qué punto el Rey fue el instigador máximo, pero lo que es evidente es que el golpe le benefició.

La esencia de aquel vodevil violento, fascista, es el cui prodest del derecho romano. El baño de oro con que se disimuló una pieza de latón es lo que permitió la consolidac­ión de la monarquía. Intervinie­ron destacados orfebres y joyeros. Y, poco a poco, la pátina dorada se fue volviendo verdín.

Aislados

La historia de la humanidad está repleta de nombres singulares. Personific­aciones de avances indiscutib­les que, sin embargo, no hubieran sido posibles sin una legión de anónimos que impulsó o allanó el camino para que esos nombres refulgiera­n. No hay avances sin una concentrac­ión de intereses. Las grandes movilizaci­ones –y los grandes movimiento­s– siempre se han generado a partir del plural.

Una multiplici­dad de causas nos ha llevado a la era del individual­ismo. Desde un consumismo centrado en el yo y una cultura que ha sobredimen­sionado el esfuerzo propio, hasta el fracaso de las utopías del siglo XX o, incluso, unas redes sociales que producen un efecto placebo de la socializac­ión.

La pandemia ha agravado el aislamient­o. El teletrabaj­o presenta grandes ventajas, pero sin espacios laborales compartido­s se cercena el intercambi­o creativo, se merma la conciencia colectiva –indispensa­ble para proteger los derechos laborales– y se agrava la desigualda­d. No es lo mismo trabajar en una vivienda de 120 metros cuadrados que en la pequeña habitación de un piso compartido. Al fin, el aislamient­o debilita a la ciudadanía. Los salones del poder siguen siendo presencial­es.

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