Pros y contras
‘Cui prodest’
Cuarenta años después, y a pesar de los libros, las novelas, los testimonios, las confesiones, los relatos reales y los imaginarios, las hagiografías y las medias verdades, sabemos muchas cosas del 23-F, pero muchos todavía viven, seguramente, en la hipótesis central que se conformó la madrugada de aquel día 24, a las 1.14 horas, y que ha construido el relato oficial del golpe de Estado. El Rey salvó la democracia.
En estos 40 años, aunque se ha ido agrietando (hasta el derrumbe de su propia figura y de lo que representa), el elogio de la actitud del monarca todavía resuena como la banda sonora que explica aquellos días y que, seguro, figurará en las necrológicas de Juan Carlos I como el hito más destacado de su reinado. Y no fue así. Nos toca aún dilucidar hasta qué punto el Rey fue el instigador máximo, pero lo que es evidente es que el golpe le benefició.
La esencia de aquel vodevil violento, fascista, es el cui prodest del derecho romano. El baño de oro con que se disimuló una pieza de latón es lo que permitió la consolidación de la monarquía. Intervinieron destacados orfebres y joyeros. Y, poco a poco, la pátina dorada se fue volviendo verdín.
Aislados
La historia de la humanidad está repleta de nombres singulares. Personificaciones de avances indiscutibles que, sin embargo, no hubieran sido posibles sin una legión de anónimos que impulsó o allanó el camino para que esos nombres refulgieran. No hay avances sin una concentración de intereses. Las grandes movilizaciones –y los grandes movimientos– siempre se han generado a partir del plural.
Una multiplicidad de causas nos ha llevado a la era del individualismo. Desde un consumismo centrado en el yo y una cultura que ha sobredimensionado el esfuerzo propio, hasta el fracaso de las utopías del siglo XX o, incluso, unas redes sociales que producen un efecto placebo de la socialización.
La pandemia ha agravado el aislamiento. El teletrabajo presenta grandes ventajas, pero sin espacios laborales compartidos se cercena el intercambio creativo, se merma la conciencia colectiva –indispensable para proteger los derechos laborales– y se agrava la desigualdad. No es lo mismo trabajar en una vivienda de 120 metros cuadrados que en la pequeña habitación de un piso compartido. Al fin, el aislamiento debilita a la ciudadanía. Los salones del poder siguen siendo presenciales.