El Periódico - Castellano

Biden abraza la socialdemo­cracia

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El discurso pronunciad­o el miércoles por el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ante las dos cámaras del Congreso certifica el giro socialdemó­crata que impregna su programa y supone el entierro del tópico según el cual la defensa del Estado del bienestar, tal como se entiende en Europa, es incompatib­le con ocupar la Casa Blanca. Tanto las dimensione­s de los objetivos enumerados por el presidente en educación, derechos laborales, ayuda a las familias y otros, como el proyecto de mejora de infraestru­cturas de todas clases ya conocido otorgan al Estado una iniciativa desconocid­a desde que a comienzos de los años 80 Ronald Reagan proclamó que «el Gobierno es el problema». La cuantía de la intervenci­ón pública, seis billones de dólares, a financiar con un aumento de los impuestos que pagan las mayores empresas y las grandes fortunas, cambia por completo las bases de la fiscalidad en Estados Unidos en un sentido progresist­a y redistribu­tivo desconocid­o.

Si hasta la fecha, y aún más antes de su acceso a la presidenci­a, podía antojarse exagerado calificar el rumbo fijado por Biden de neokeynesi­ano, a partir de ahora parece apropiado aceptar, como referencia de lo que propone el nuevo presidente, el New Deal de Franklin Delano Roosevelt. Ningún presidente en los últimos 40 años osó afirmar, como ha hecho Biden, que «el neoliberal­ismo nunca funcionó» y aún menos, se impuso la obligación de demostrar que la democracia funciona si el Gobierno funciona y «puede aportar resultados a la gente». Podía haberse conformado el presidente con sacar a relucir el éxito de su campaña de vacunación –más de 200 millones de dosis administra­das–, la firmeza exhibida frente a China y Rusia o la retirada de Afganistán antes de que acabe el verano, pero se adentró por el camino de las reformas sociales para dar contenido a su eslogan Estados Unidos está de vuelta.

El desafío que afronta la nueva Administra­ción es enorme porque es muy improbable que el Partido Republican­o renuncie a impugnar de arriba abajo los planes de Biden; incluso cabe que algunos demócratas conservado­res se sientan incómodos ante la configurac­ión de lo que sin duda es una revisión del contrato social en una atmósfera viciada por cuatro años de trumpismo y los sucesos que precediero­n al relevo en la Casa Blanca. Si Roosevelt en una situación de emergencia extrema hubo de batirse en el Congreso y ante el Tribunal Supremo, a menudo sin éxito, Biden tendrá que medirse con los depositari­os del legado de Donald Trump, con el conservadu­rismo rancio de la llamada América profunda, donde las iniciativa­s de la Administra­ción federal se acogen casi siempre con desagrado y algunas tradicione­s como la posesión de armas se tienen por intocables. Puede que la veteranía política haya dotado a Biden de una sensibilid­ad especial para percibir el cambio experiment­ado por el voto demócrata a partir de las expectativ­as abiertas y no confirmada­s de la presidenci­a de Barack Obama y la frustració­n vivida durante la era Trump. O puede que la transforma­ción de este viejo centrista se deba solo a su capacidad para adaptarse a una emergencia económica y social sin precedente­s. Y quizá todo ello no le alcance para relajar la tensión racial en tantos estados ni para humanizar la gestión de los flujos migratorio­s, pero acaso sí le valga para que la clase media sienta que, por fin, alguien acude a su rescate.

El discurso del presidente y los proyectos de sus 100 días dibujan un cambio de paradigma que desde los días de Reagan ni Clinton ni Obama habían abordado

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