El Periódico - Castellano

Autodefini­dos

Una muestra recorre 50 años de carrera del fotógrafo Bill Brandt, el hombre que cedió toda su elocuencia a la cámara

- Silvia Cruz Lapeña es periodista.

Bill Brandt quiso ser inglés y antes de tener el pasaporte ya lo era: sus fotografía­s son la prueba. Nunca dijo que quisiera serlo, ni renegaba de haber nacido alemán, solo se fue acoplando donde se sintió mejor. Brandt fue uno de los padres de la fotografía moderna, influencia de otros grandes como Diane Arbus y además de retratar Inglaterra, captó Estados Unidos. Pero hasta eso hizo como un inglés, pintándolo más lúgubre y siniestro que su tierra elegida.

Todo eso se aprecia en la muestra que ofrece la Fundación Mapfre en Madrid, 186 fotos que recorren 50 años de carrera de un hombre que guardaba celosament­e los detalles de su vida, manía que acabó derivando en paranoia. Contrasta esa obsesión con su trabajo: el de revelar, enseñar y exhibir, y choca más aún con este mundo sin misterio personal, donde tanta gente lleva un «yo soy» tatuado en el pecho.

Ese tipo de revelado, al revés que los de Brandt, genera muchas frustracio­nes, por eso una amiga se queja de las definicion­es que ponen las chicas con las que liga a través de aplicacion­es: «Dice que es vegana pero pidió atún en el japo», cuenta, y pregunta por qué miente la gente. «Para gustar, para aspirar, para encajar», le digo, y ella, que acepta un emoticono como respuesta, las uñas de gel como parte de su cuerpo y clica sin dudar cuando lee «esto no te lo cuentan los medios», no acepta los postizos que otra persona utiliza para llegar a su cama.

A mí también me gusta más la ocultación por el silencio de Bill Brandt, aunque en la biografía de Paul Delany quede como un marido difícil: estuviera o no de acuerdo la oficial, siempre había otra mujer. No la escondía, tampoco la pregonaba. Algo parecido le pasaba con Alemania, de la que se avergonzab­a por su papel en la Segunda Guerra Mundial, pero ni con ese tema hizo proclamas ni usó muchas palabras: su arte era más elocuente.

Cambiar de país, y hasta de identidad, es lícito y a veces, necesario. Algo así se intuye en Brandt al hacer el recorrido cronológic­o por la muestra de la Sala Recoletos: empezó con tomas de trabajador­es ingleses o el Londres bombardead­o para pasar a hacer retratos de revistas como Harper’s

Bazaar. Luego, se centró en los paisajes, con especial interés por el Canal de la Mancha, y más tarde, en los desnudos. Y ahí, cuando llego a esas curvas formadas por codo y corva que juntas simulan ser dunas, confirmo que Bill Brandt contó más cosas con sus fotos que con su boca.

Y claro que cambió, pero a su ritmo, nunca al de la moda, mal punto de partida para lo importante. Un hecho en su vida lo deja claro: en los años 60, cuando los suplemento­s dominicale­s de los diarios empezaron a publicar en color los fotorrepor­tajes, Bill Brandt no cedió y acabó siendo el único a quien las revistas admitían que entregara en blanco y negro sus trabajos. «Lo trataron como a un clásico», dice el biógrafo sobre un artista que no renunció al color por tozudez, sino por convicción.

Viendo su obra y leyendo su vida, cuesta imaginarlo entrando en polémicas o fingiendo ser quien no era. Él era un chico bien que documentó a la clase obrera pero no dijo jamás «soy clase obrera», algo que veo mucho hoy entre creadores. Quizá fingir, exagerar o disfrazars­e sean formas de ocultar o de mentir, pero dan fruto inmediato: un like, un ligue, un emoji sonriente, quizá un puñado de seguidores en redes. A veces, esa identidad elegida puede convertir a alguien en escritor o escritora. Y la obra es lo de menos, lo importante es que esté de moda.

En contraste con su trabajo, que era el de revelar, enseñar y exhibir, el celo que ponía en proteger su vida privada acabó derivando en paranoia

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Andrés Dalmau / Efe Muestra de Brandt en el Centro KBr de la Fundación Mapfre, en BCN.
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Silvia Cruz Lapeña

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