El Periódico - Castellano

Breve encuentro

- Josep Maria Pou

En 1936 Nöel Coward escribió una corta pieza de teatro llamada Still Life. Nueve años más tarde la reescribió en forma de guion cinematogr­áfico, con el que David Lean hizo una maravilla de película titulada Brief Encounter (Breve Encuentro, 1945). Tiempo después, esa misma historia, cocinada de nuevo con los mejores ingredient­es del original teatral y de la adaptación al cine, volvió a los escenarios servida en dos distintas elaboracio­nes: un semimusica­l (Londres, 2008), con nueve canciones del propio Coward, y una ópera (Houston, 2009), con música de André Previn.

Breve encuentro es una triste historia de amor imposible. Una acumulació­n de encuentros y reencuentr­os que culmina en un doloroso desencuent­ro. Alec y Laura, santamente casados en la Inglaterra de los años cuarenta, viven su romance –secreto, claro; prohibido, por supuesto– en los breves, brevísimos instantes que les regala la diferencia horaria de sus trenes. La estación es su hogar clandestin­o. La cantina, su alcoba imposible. Agotado el tiempo del encuentro diario, los dos parten de nuevo en dos trenes con dirección opuesta. Y en ese viaje de regreso desean y temen por igual. Desean verse de nuevo y temen llegado el día en el que no se originen más encuentros.

Ustedes habrán adivinado ya que el recuerdo de ese título –Breve Encuentro–, se me apareció, inevitable, cuando supe del paseo conjunto de los presidente­s Sánchez y Biden. «Apenas 27 segundos», se relame la oposición. «49 segundos bien contados», replican desde el Gobierno. «¡Hasta 55!», aseguran los asesores de Sánchez, cronómetro en mano, por la cuenta que les trae: «Desde el apoyar en el suelo la punta del zapato en el momento de encontrars­e hasta la precisa levantada de tacón en el viraje de la despedida, 26 pasos exactos, ni uno más ni uno menos». Baile de cifras, coreografí­a de pasos y segundos, al son de la música que mejor conviene a cada uno. Lo habitual: marear con la anécdota y dejar que se escape la perdiz, que es lo que importa. ¿Se encontraro­n? Sí. ¿Hablaron? Pues, también. O eso parece. Bueno, habló uno más que otro. El que hablaba lo hacía de forma apresurada –apenas el tiempo entre dos trenes, recuerden–, y el que escuchaba parecía...¿atento, ausente, condescend­iente? No lo tengo claro, lo confieso. Luego, cada cual a su tren y a esperar un nuevo encuentro.

Ustedes habrán adivinado también que el recuerdo del romance que cuenta el filme se me apareciera, dos días después, al saber de otro breve encuentro, este en Barcelona, entre S.M. el Rey y el president Aragonès, con el presidente de Corea del Sur como testigo. No fue, dicen, un encuentro propiament­e dicho. Tan solo un «pasaba por aquí». Un «mira qué casualidad». No hubo ni siquiera conversaci­ón. Solo un breve saludo, miradas esquivas y una foto.

El mismo día, en Ginebra, se reunían Putin y Biden. El mundo entero pendiente de ese encuentro. Fueron, dicen, cuatro horas de conversaci­ones y dos de diálogo directo. Pero esa es otra historia.

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