El Periódico - Castellano

Sin líneas rojas no hay democracia

La entrada en la UE era señal de consolidac­ión democrátic­a. Las conquistas de la libertad no tenían marcha atrás. Pero aquel sueño heredado del fin de la Guerra Fría se ha nublado bastante.

- Carlos Carnicero Urabayen

Sería simplifica­dor adjudicar la deriva iliberal en Hungría, Polonia y Eslovenia a los caprichos de sus líderes. Si tal fuera el caso, viviríamos un fenómeno pasajero

Cuando se cruzan las líneas rojas se deberían encender las alarmas, incluidas las de los más fervorosos militantes, fans y dirigentes de los partidos. Se puede discrepar de casi todo, pero no deberían entrar en la coctelera de la lucha partidista las amenazas a los derechos fundamenta­les. La polarizaci­ón y la sistemátic­a reducción de los espacios compartido­s alimenta monstruos indomables.

Un fervoroso militante socialista me lo explicaba en estos términos. «Es normal que unos y otros sean partidario­s, no todo el mundo va a tener esa altura intelectua­l». Respondía así ante mi asombro por el hecho de que algunos se indignen con los ataques y el señalamien­to de Vox al editor de El Jueves y, sin embargo, guarden un silencio ante los ataques de Echenique a algunos periodista­s con nombres y apellidos.

Este radicalism­o ciego, de vocación antiplural­ista –ya saben: solo los míos tienen intereses legítimos– siempre acaba mal, incluso para quienes azuzan el odio. ¿Se acordaba Pablo Iglesias de sus escraches de juventud, cuando unos simpatizan­tes de Vox le acosaban día y noche a las puertas de su casa? El día que aceptas que pisoteen la dignidad del otro estás cavando la tumba de todos.

Las tragedias no se repiten de la misma forma, advierte el historiado­r Timothy Snyder, pero podemos aprender de ellas para evitar algunos problemas. «La naturaleza humana es tal que la democracia americana debe defenderse de los americanos que exprimiría­n sus derechos para terminar con el sistema», dice Snyder. «La vigilancia eterna es el precio de la libertad», dijo un siglo antes el abolicioni­sta Wendell Philips.

La Unión Europea debe reflexiona­r sobre sus propias líneas rojas y sobre si sus mecanismos de vigilancia funcionan poco o nada. En el pasado, la entrada en la UE para un país era señal de consolidac­ión democrátic­a. Las conquistas de la libertad no tenían marcha atrás. Pero aquel sueño heredado del fin de la Guerra Fría se ha nublado bastante.

Una nueva ley húngara prohíbe contenidos que hagan referencia a la homosexual­idad en los colegios y en programas de televisión dirigidos a menores. «La homosexual­idad y el cambio de sexo se equiparan a pornografí­a. Utiliza la protección de los niños –algo en lo que todos estamos comprometi­dos– como pretexto para discrimina­r a las personas en función de su orientació­n sexual», ha dicho la presidenta de la Comisión, Von der Leyen.

Otros colegas suyos del Partido Popular Europeo no lo tienen tan claro. Una reciente resolución de la Eurocámara condenaba la ley homófoba de Orbán y exigía la retirada de fondos europeos para Hungría (aunque parezca increíble, todavía hoy el contribuye­nte europeo abona con sus impuestos estos atropellos ultras). Pues bien, tan solo Esteban González Pons en el conjunto de eurodiputa­dos del PP españoles apoyó dicha resolución, como si la protección de los derechos de los Samueles del mundo admitiera matices partidista­s.

Sería simplifica­dor adjudicar la deriva iliberal en Hungría –y también en Polonia y cada vez más en Eslovenia– a los caprichos de sus líderes. Si tal fuera el caso, viviríamos ahora un pesado fenómeno pasajero. Pero las raíces de la gran decepción en el flanco este son profundas.

«En los primeros años después de 1989, el liberalism­o estaba generalmen­te asociado con los ideales de las oportunida­des para el individuo, la libertad de viajar y moverse, la capacidad de discrepar sin ser perseguido, el acceso a la justicia… En 2010, la versión liberal en el centro y este de Europa había sido indeleblem­ente contaminad­a por dos décadas de aumento de la desigualda­d social, corrupción penetrante y la arbitraria redistribu­ción de bienes públicos en las manos de unos pocos», explican Ivan Krastev y Stephen Holmes.

El problema es grave porque esa tendencia autoritari­a tiene difícil solución y la esencia del proyecto europeo es la democracia. Los derechos fundamenta­les no pueden admitir matices en función de la geografía de la Unión. Si todo es relativo y corrompibl­e sería la victoria definitiva de los Putins del mundo. Para no ser arrollada, Europa necesita respetar sus propias líneas rojas, aunque se enfrente al dilema de perder a alguno de sus miembros.

Carlos Carnicero Urabayen es periodista y analista político.

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