El Periódico - Castellano

Dos libros, dos viajes

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El ansia de viajar va casi siempre unida a la idea de vacaciones. No es mi caso. Dado que la mayoría de mis viajes responden a cuestiones de trabajo resulta fácil entender que mi idea de unas buenas vacaciones, sea, precisamen­te, la de no salir de casa. Quieto. Desocupado. Vacante. Ningún viaje. Ningún desplazami­ento. Y, de haberlo, que sea única y exclusivam­ente mental. Viajar, sí, pero a base de imaginació­n. Volar, claro, pero en alas de todo lo visto y oído, sin más combustibl­e que los recuerdos y el viento a favor de algún que otro deseo no cumplido.

Estar en casa y en otro sitio al tiempo requiere de herramient­as. Una, la capacidad de fantasear que cada uno tenga en su mollera. Y otra, un mínimo de inventiva para ilustrar cada viaje con sujetos y circunstan­cias de las que favorecen o complican cualquier hoja de ruta. Ninguna herramient­a, sin embargo, como un buen libro: el único útil utensilio. Y en tiempo de vacaciones, ninguno mejor que un libro de viajes.

Si les digo que en las dos primeras semanas de julio he viajado a Londres y Roma, sin salir del recogimien­to que me proporcion­a mi viejo sillón de orejas, es porque en ese tiempo han tirado de mi con el señuelo de la buena literatura, dos libros que les recomiendo con el mismo fervor con que uno envía (o enviaba, en los tiempos anteriores a la aparición del móvil) una postal tras otra a las personas queridas, una vez llegado al punto de destino. Y estos dos libros son: Una mirada anglesa, de Lluís Foix (Columna), y

Amanecer en el Gianicolo, de Arturo San Agustín (Catedral). Periodista­s, los dos. Reputados, los dos. Maestros, los dos.

De la mano de Foix he paseado por Londres. He recorrido Fleet Street, arriba y abajo, una y otra vez, soñándome alevín de periodista. Con él he curioseado una mañana entera por entre los estantes de la vieja librería de Flash Walk y he sesteado luego, rendido, bajo un árbol centenario de Hampstead Heath. Más aún, Foix, generoso y demiurgo, me ha llevado también, sin movernos de Londres, a Mombasa y a Nairobi, a Reykjavik y a Kabul, a Turquía, Kenia y al Líbano, algunos de los muchos escenarios que cubrió como correspons­al de prensa. Y con Foix he disfrutado, en fin, de un imaginario «five o’clock tea» en el Claridge’s de Mayfair.

Del otro lado, ha sido San Agustín (Arturo, no el de las Confesione­s) quien me ha descubiert­o su Roma más íntima y personal y ha compartido conmigo su ración de «spaghetti aglio, olio e peperoncin­o». Ha sido San Agustín (Arturo, no el de La ciudad de Dios) el que en la Via degli Astalli me ha señalado el Palazzo que habitó Anna Magnani, para que yo pudiera rendirle mi tributo emocionado. Y ha sido San Agustín (Arturo, ahora sí, el de tantas crónicas magistrale­s) el que entre paseo y paseo me ha pedido acompañarl­e al Ponte Mazzini, sobre el Tíber, por ver de reencontra­rse, sin éxito, con «la monja más guapa que he visto en mi vida» (Arturo, dixit).

Dos libros. Dos ciudades. Dos viajes de vacaciones únicos e irrepetibl­es.

Como mis viajes responden a cuestiones de trabajo es fácil entender que mi idea de unas buenas vacaciones sea la de no salir de casa

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Josep Maria Pou

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