Guerra, culpa y perdón
He aquí un producto mestizo de novela de la memoria y nuevo ruralismo en el que los estragos persistentes de la Guerra Civil y los villorrios de la España vaciada se entrelazan. Edurne Portela combina en Los ojos cerrados elementos de cada modelo: el descubrimiento de hijos o nietos del pasado traumático de padres o abuelos, víctimas unos y victimarios otros; el retiro a una aldea de la sierra (Pueblo Chico) de unos urbanitas que, gracias al teletrabajo, huyen de la ciudad y topan con un mundo primario y a menudo hostil. Con estos mimbres se arma una historia esquemática, saturada de violencia, en la que Pedro es la presencia constante, desde su infancia brutalizada en la guerra hasta su presente de anciano taciturno e inválido, depositario de la memoria.
Pedro es el portador del pasado inconfesable, el de las atrocidades que presenció, el de la orfandad inconsolable que padeció, el del odio inmisericorde que practicó. Ariadna pertenece a la actualidad. Llega al pueblo junto a Eloy, son una pareja en crisis, aunque las razones de Ariadna para ese retiro se irán revelando poco a poco hasta tender un pasadizo entre ella y Pedro. Es tarea del lector ir descubriendo esos lazos secretos. Para ello, la autora fragmenta el relato y los episodios que lo conforman, yendo adelante y atrás, alternando tiempos y personajes, de modo que el desvelamiento de lo ocurrido cuando Pedro era un niño sea paulatino y vaya iluminando la cara oculta de la historia (y de la Historia). La argamasa de esos fragmentos narrativos la dan los monólogos algo alucinados de Pedro, que jalonan la novela y nos introducen en la mente trastornada del niño, del adulto y del anciano, en lo que pasa «con los ojos cerrados».
Portela expone al lector a la crudeza de los hechos, no escatima una truculencia descriptiva de las crueldades de la guerra, sin maniqueísmo ni sesgo ideológico. La barbarie es siempre destructiva y nada puede construirse sobre sus escombros de sangre y espanto: Pedro es una metáfora encarnada de ello. Entre tanto horror brillan a veces la piedad y la ternura, pero prevalece la desesperanza, representada en el destino tristísimo de Adela.
Hay una procesión de seres desvalidos, castigados por el cainismo y la pobreza, pero sobre todo por la culpa. Porque el tema de fondo es la culpa y el perdón, no en la forma previsible de una culpa que pervive y es absuelta por el perdón de las víctimas, sino en la más inquietante de una culpa que no existe y que, por lo tanto, hace que el perdón opere en el vacío, como una gracia que no se solicita ni tiene a quién ofrecerse.
Difícil digestión
Novela áspera, que aborda una memoria colectiva de difícil gestión, donde la violencia no es monopolio de una facción, en la que la injusticia parece cebarse en todos: repárese en Teresa, encerrada en el triángulo que forman Pedro y sus hijos. Dramatismo sin alaridos, sordo y duradero, cuya desaparición parece asociada a la extinción física de quienes lo provocaron y sufrieron.