El Periódico - Castellano

Marsé, el fantasma del cine Roxy

- OLGA MERINO

Fantasmas y criados compartimo­s el don de la discreción. Siempre estamos al pie del cañón, pero solo se nos percibe cuando nos cabreamos, cuando se nos enredan los cables o la cadena que arrastra la bola. Somos de natural escurridiz­o. Por eso congeniamo­s tanto los unos con los otros, los únicos moradores de este Hotel Cadogan, donde aún andamos festejando la bienvenida a Juan Marsé. El autor de Últimas tardes con Teresa apareció en la entrada disfrazado de demonio trabucaire, con su mirada melancólic­a y la «nariz garbancera», a lomos de un caballo alazán, mientras se escuchaba de fondo la banda sonora de esa peli que tanto le gustaba, Centauros del desierto (John Ford, 1956), en concreto la canción titulada Rideaway que suena al final; cabalga lejos, bien lejos. Como huésped de honor, se le ha construido una piscina en el jardín -nadar, escribir, nadar, escribir- y un cine de reestreno preferente debajo del tejado. Se atienden todos sus antojos, todos salvo uno.

Apareció Marsé en el hotel el domingo, con la puesta de sol, justo después del precioso homenaje que, organizado por la agencia literaria Carmen Balcells y el Ayuntamien­to, se le rindió en el Carmel, en la biblioteca que lleva su nombre, al año de su fallecimie­nto. Un acto íntimo, con personas que lo quisieron y admiraron, un tributo sin estridenci­as, boatos ni paripés, como a él le habría gustado. Faltó gente; faltó un brindis en su memoria, porque el maldito covid sigue coleando.

El momento más emotivo lo protagoniz­ó la hija, la también novelista y cuentista Berta Marsé. Llevar ese apellido y ponerse a escribir es algo temerario, a menos que lo hagas desde la humildad, como es el caso, a menos que vengas ya de fábrica con una mirada inteligent­e sobre las cosas. Berta contó que, terminado el combate en el hospital, deshizo la bolsa con las pertenenci­as del padre y encontró una libreta con la siguiente anotación: «Si has amado, si te han amado, sabrás en la vejez que ese es el verdadero y poderoso lazo que te ató a la vida, el único que merece ser recordado». Silencio.

¿Que cuál es la plegaria no atendida? Pues bien, resulta que Marsé había imaginado una inscripció­n para su hipotética lápida -«Por fin soy el escritor invisible que siempre quise ser»-, y eso sí que no se le concede. ¡Ni hablar! La invisibili­dad, no; en todo caso, aquí solo se permite la impercepti­bilidad de las costuras, de la carpinterí­a novelístic­a, como bien aconsejaba el maestro.

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