Y el séptimo día el ser humano se tatuó
La muestra ‘Tattoo. Arte bajo la piel’ recorre en CaixaForum la evolución de esta práctica documentada desde hace al menos 4.500 años hasta su boyante actualidad, sin olvidar la larga era marginal. Un largo trayecto con episodios de orgullo, infamia y biz
Y el séptimo día, mientras Dios echaba una cabezada tras haber creado el mundo, el ser humano copuló, hizo fuego, inventó el ritmo y el baile, pintó en paredes de cuevas y se tatuó. Así de rápidas van las cosas en el Génesis, también en esta versión apócrifa. El caso es que los primeros tatuajes de los que hay constancia se remontan a hace 4.500 años y son los que marcan a Ötzi, cadáver preservado en el hielo de los Alpes.
La pulsión por decorarse el cuerpo de manera indeleble, y el uso de la tinta para certificar la propiedad sobre cuerpos o para estigmatizarlos, que también de eso ha habido y mucho, vienen de lejos. La exposición Tattoo. Arte bajo la piel, comisariada por Anne Richard y en CaixaForum hasta el 28 de agosto, recorre desde una óptica antropológica un camino milenario, hasta llegar al orgiástico presente del tatuaje, cuando, pese a la fiebre popular por la aguja, perviven subculturas en las que el tatuaje marca una frontera social. Queda para el futuro cercano otra exposición, la de fotografías de las generaciones tatuadas alegremente cuando vayan de vacaciones playeras con el Imserso. Si existe el Imserso en el futuro cercano. De momento, rebobinamos para conocer algunos episodios de la muestra y su excelente catálogo.
Marca infamante
Hasta 1871 a los soldados británicos declarados culpables de deserción se les tatuaba la letra D de desertion o las letras BC de bad character. Muchas mujeres armenias que en la década de 1920 escaparon a Siria del genocidio de su pueblo fueron obligadas a prostituirse; los proxenetas les tatuaban el rostro y los brazos para impedir su huida. Hay muchos más ejemplos de tatuaje estigmatizador: en la guerra de Vietnam, a los reclutas de Vietnam del Sur se les tatuaba sat cong (muerte a los comunistas) para evitar que se pasaran al bando enemigo y tras la guerra del Golfo en Irak se gravaba una equis entre los ojos a desertores y objetores de conciencia.
En contraste con el tatuaje represivo, en el siglo XIX y sobre todo en el primer tramo del XX emergió el tatuaje reivindicativo, suerte de orgullo de pertenecer a una casta de una manera u otra outsider: cosa de soldados de los cuerpos más chungos (en Francia, por ejemplo, los batallones destinados a África), granujas, presidiarios y marineros. Mientras que en países como Francia, Inglaterra, Holanda y Dinamarca el tatuaje se abrió paso desde mediados de siglo de la vida peligrosa a estratos sociales más convencionales, y se fue refinando como arte, en España permaneció hasta bien entrada la década de 1980 en los márgenes de la sociedad: talego y legión.
Fenómenos de feria
Estados Unidos, país con sentido del espectáculo, iba por delante. Tan pronto como en 1871 Phineas Taylor Barnum montó el P. T. Barnum’s Grand Travelling Circus Menagerie, Caravan and Hippodrome, donde, entre otros fenómenos humanos, exhibía a George Costentenus, supuestamente tatuado a la fuerza durante tres meses por tártaros chinos en Birmania. Como lo leen. Barnum lo presentaba como víctima y héroe a la vez, pues había sufrido «más de siete millones de pinchazos sangrantes». A partir de aquí las personas muy tatuadas se convirtieron en atracción imprescindible de las ferias estadounidenses y se mantuvieron como reclamo hasta los años 60.
Como si fuera un etnólogo, el funcionario de prisiones Danzig Baldaev dibujó entre las décadas de 1950 y 1990 los tatuajes que veía en los cuerpos de numerosos reclusos comunes del régimen
No es raro que los presos políticos de la URSS vivieran aterrorizados por la clase criminal
soviético. Revelan los dibujos de Baldaev un universo terrible de odio al comunismo y, de rebote, simpatía por el nazismo, desprecio por la vida, machismo y obscenidad sin límite. No es de extrañar que los presos políticos de la URSS vivieran en las cárceles y los campos de trabajo aterrorizados por la clase criminal.
Subculturas delictivas
En la alegre actualidad del tatuaje, con este convertido en aceptada decoración corporal, sobreviven al menos dos subculturas delictivas en las que la tinta funciona como código interno (jerarquía) y externo (no te acerques). Una es la yakuza o mafia japonesa y la otra son las maras o pandillas centroamericanas, especialmente salvadoreñas. Por mucho que cada vez resulte más común ver pequeños tatuajes en la cara, los rostros codificados de los mareros todavía impresionan.
La exposición también se detiene en las tradiciones del tatuaje de Polinesia, Nueva Zelanda, Samoa, Filipinas, Tailandia y China.
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