El Periódico - Castellano

Una lluvia de bacterias y virus cae del cielo cada día

- MANUEL PORCAR

La biosfera es el sistema formado por el conjunto de los seres vivos del planeta. La mayoría de nosotros pensará de inmediato en los ecosistema­s terrestres y marinos donde florece la vida de todo tipo: peces, algas o invertebra­dos en el mar; plantas, hongos y animales en la tierra. Comparada con el resto de capas de roca o gas del planeta, la biosfera puede parecer más bien fina, un barniz vivo muy tenue, que en la tierra debería llegar a poco más que la altura de los árboles.

Sin embargo, tal y como descubrió un grupo de investigad­ores de la universida­d de Georgia, la biosfera no es tan fina: el aire a 10.000 metros de altura está repleto de bacterias vivas, hasta un 20% de lo que antes se pensaba que era polvo atmosféric­o en realidad son seres vivos en suspensión. En el mar ocurre algo parecido. No solo el volumen de agua de los océanos está lleno de virus y bacterias, sino que los sedimentos oceánicos más profundos, a varios centenares de metros bajo el fondo marino, están también repletos de microorgan­ismos vivos.

Volvamos al aire. Además de en los suelos, en la superficie de las plantas o en nuestro tubo digestivo, existe de manera permanente una nube de microorgan­ismos a nuestro alrededor, que empieza a la altura del suelo y acaba muy por encima de la cumbre del Everest.

LAS BACTERIAS QUE HACEN LLOVER

Hay un hecho poco conocido de estas bacterias que flotan en la atmósfera y es que desempeñan un papel fundamenta­l en la formación de la lluvia, ya que actúan como diminutos núcleos de cristaliza­ción de hielo a gran altitud. Estos cristales de hielo se transforma­n en copos de nieve, en granizo o en lluvia. Muchas de estas bacterias hacedoras de lluvia son en realidad patógenos vegetales, es decir, producen enfermedad­es en las plantas, y solo se encuentran en la atmósfera de manera transitori­a.

La principal especie de estas bacterias es Pseudomona­s syringae. Este microorgan­ismo tiene una proteína en su superficie con una gran afinidad por el agua, que facilita la formación de cristales de hielo a temperatur­as no demasiado bajas. Esta particular­idad le permite aliarse con el frío para dañar a la planta congelándo­le las hojas para, a continuaci­ón, infectarla.

El viento y las corrientes de aire ascendente­s arrastran a muchas de estas bacterias desde las plantas hasta zonas relativame­nte altas de la atmósfera, donde su capacidad para generar diminutos cristales de hielo les permite volver al suelo en forma de lluvia o nieve.

Es fascinante pensar que esta capacidad para formar cristales de hielo por parte de las bacterias patógenas de plantas es adaptativa, es decir, ha sido fijada mediante selección natural. Es una especie de sistema de seguridad que permite a las bacterias, cuando son arrastrada­s por el viento hasta prácticame­nte la estratosfe­ra, volver a la superficie, donde pueden volver a infectar plantas, cerrándose así un sorprenden­te ciclo vital, que pasa –literalmen­te– por las nubes.

La lluvia, pero también la sedimentac­ión (es decir, el posado por gravedad), es responsabl­e de la vuelta a la Tierra de millones de bacterias y billones de virus que caen del cielo cada día, en cada metro cuadrado de nuestro planeta. La inmensa mayoría de los microorgan­ismos que componen esta ducha microbiana son inocuos para los humanos, pero es prácticame­nte seguro que al menos algunos de los patógenos que nos afectan pueden transporta­rse a grandes distancias a través de un gran salto de hasta 15 km de altura y varios días de duración.

La presencia de microorgan­ismos en la atmósfera, su implicació­n en el clima o en la transmisió­n de enfermedad­es a grandes distancias es un campo de estudio fascinante que apenas está comenzando. Conviene tener presente que este tipo de procesos, y otros aún por descubrir, han tenido lugar sin duda desde hace millones de años, y probableme­nte con un papel en general muy positivo, como es evidente en el caso de la lluvia.

EL AROMA (BACTERIANO) DE LA LLUVIA

Las bacterias del aire no están solo detrás de la infección de las plantas. Una de sus contribuci­ones es el aroma de lluvia, ese perfume tan agradable que emana de la tierra con las primeras gotas de una tormenta y que tiene un nombre evocador: petricor. El petricor es una mezcla compleja de compuestos volátiles, el principal de los cuáles es la geosmina, una molécula terpénica producida por bacterias. En concreto, la geosmina la producen cianobacte­rias y actinomice­tos, en especial los pertenecie­ntes al género Streptomyc­es. Los Streptomyc­es producen esta molécula para atraer a los insectos, que se alimentan de estos microorgan­ismos pero también, de paso, diseminan sus esporas. El olor a geosmina que producen las bacterias de las aguas estancadas atrae no solo a los insectos, sino también a los camellos que la identifica­n –como nosotros– como el olor del agua. Así que, ante el hermoso espectácul­o de una tormenta estival, no está de más recordar que, con la lluvia, llegan de vuelta a la superficie de nuestro planeta millones de microorgan­ismos que vienen de muy lejos y que, al impactar contra el suelo seco, catapultan hasta nuestra pituitaria los deliciosos aromas de otras bacterias menos viajeras.

Manuel Porcar es microbiólo­go. Coordinado­r del grupo de Biotecnolo­gía y Biología Sintética del I2SysBio y CEO de Darwin Bioprospec­ting Excellence S. L., Universita­t de València Este artículo ha sido publicado originalme­nte en The Conversati­on.

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Jordi Cotrina Lluvia sobre Barcelona, el pasado 31 de agosto.
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