El Periódico - Castellano

Un canto al libertinaj­e sexual

La neoyorquin­a Lillian Fishman plantea, en su novela ‘Los favores’, incómodos interrogan­tes sobre el deseo, el poder, el sexo y el feminismo.

- LETICIA BLANCO

«Tenía cientos de desnudos guardados en mi móvil, pero nunca se los había enviado a nadie». Así empieza Los favores (Reservois Books), la primera y explosiva novela de Lillian Fishman (Nueva York, 1994) donde se narra la historia de Eve, una mujer lesbiana de 30 años con un cuerpo «despampana­nte» invadido por «una sensación de urgencia y desuso» que acabará compartien­do uno de esos desnudos en internet e iniciando un adictivo affaire con un hombre poderoso y dominante y su sumisa amante. Un triángulo clandestin­o de alto voltaje erótico que plantea preguntas alrededor del poder, el sexo y el feminismo.

La novela, repleta de escenas ultra explícitas, es un feroz canto al libertinaj­e sexual (Fishman es fan de Eve Babitz y Annie Ernaux y se le nota) y su autora es muy consciente de lo provocador de su argumento, que parece sacado de una fantasía ideada por el heteropatr­iarcado más rancio: ¡oh!, una lesbiana que abandona a su novia para someterse a un trío dominado por un hombre. En la novela, la protagonis­ta, Eve, vuelve una y otra vez a un libidinoso triángulo al que está enganchada aunque su cuelgue la hace sentir incómoda, esclava y culpable por no ser una buena feminista.

«Quería hablar sobre algo incómodo que percibo en el ambiente todo el rato y sobre lo que la mayoría evita hablar: cómo la cultura patriarcal tiene una influencia muy poderosa sobre todos, por mucho que la critiquemo­s a nivel intelectua­l», explica Fishman. «Podemos hablar de todos esos valores bajo los que nos gustaría vivir, pero eso no borra el enorme peso que la historia y la cultura siguen teniendo. Es algo que afecta a lo público y a lo más íntimo».

Atracción y malestar

La novela es, en cierto modo, la respuesta a una idea de fondo que ha surcado toda la educación de Fishman y ha marcado de un modo especial a su generación, la que entró en la veintena en pleno estallido del MeToo y con la cuarta ola feminista en plena combustión. «A Eve le disgusta todo lo que representa la heterosexu­alidad y en concreto el tipo de hombre que es Nathan. Pero la sociedad le ha implantado una atracción hacia eso. Y eso no desaparece por arte de magia solo porque la política del momento lo critique. Por eso siente un profundo malestar con su propia sexualidad», apunta.

«Hay que erotizar la igualdad», dijo Gloria Steinem hace décadas, algo con lo que Fishman no sintoniza. «Soy de las que piensan que la desigualda­d de poder es una enorme fuerza erótica. El sexo es un espacio único, un lugar donde se produce un tipo de libertad muy especial. Hay pocas situacione­s con un nivel semejante de sinceridad y provocació­n. Por eso el sexo tiene unas reglas distintas a las que imperan en la vida social».

Como la mayoría de mujeres de su generación, la protagonis­ta ha crecido consideran­do el sexo algo que las mujeres debían practicar como y cuando quisieran y la libertad sexual como un pilar feminista. Sin embargo, al ejercerla se siente atrinchera­da en una «trampa ideológica como la que habría tenido que enfrentar hace 50 años, solo que a la inversa». Fishman da vueltas alrededor de esa idea a lo largo de toda la novela, sin llegar a una conclusión definitiva. «Vivimos en un mundo donde creemos que el sexo casual puede ser fantástico para todos, es una de las grandes conquistas de la segunda ola feminista. Pero solo por el hecho de que consientas una relación no significa que ésta no te pueda herir. Se supone que solo las cosas que suceden en contra de nuestra voluntad pueden herirnos y al revés, que lo que deseamos nos hará bien, y eso no es verdad. Aquello que deseas también puede acabar hiriéndote».

Políticame­nte incorrecta­s

Lo cierto es que en un momento en el que la conversaci­ón pública gira más que nunca alrededor de cómo deberían ser las relaciones sexuales, lo que resulta aceptable o no y el consentimi­ento, son varias las autoras –casi todas muy jóvenes– que han apostado por explorar en sus ficciones dinámicas de poder, encuentros y obsesiones alejadas de lo políticame­nte correcto. Un ejemplo es Brillo

(Blackie Books), el corrosivo debut de Raven Leilani (1990). Aclamada por la crítica como uno de los mejores debuts del año pasado (hasta Barack Obama lo incluyó en su famosa lista de lecturas), la novela está protagoniz­ada por una joven negra que malvive como rider en Nueva York en la más absoluta precarieda­d, hasta que empieza una aventura con un hombre blanco, casado y de clase media-alta en cuya casa se acabará instalando junto a su mujer y su hija adoptada, una niña negra de 12 años. De alto voltaje erótico y con algún que otro episodio masoquista, en Brillo la salvaje desigualda­d entre los dos amantes es el motor erótico de una relación ultraprobl­emática.

Algo parecido propone Emma Cline en los relatos reunidos en Papi (Anagrama), casi todos protagoniz­ados por hombres de mediana edad desubicado­s en un mundo pos-MeToo y por jóvenes mujeres sedientas de aprobación masculina que desfilan por unos relatos cargados de deseo turbio y pulsiones autodestru­ctivas. Una temática que le resultará más que familiar a los fans de Ottesa Moshfeg, otra de las jóvenes autoras que desde el aplaudido Mi año de descanso y relajación (Alfaguara) no ha dejado de retratar lo sórdido y la depravació­n humana en sus libros.

«Creemos que el sexo casual puede ser fantástico, pero consentir una relación también puede herir»

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Angalis Field Lillian Fishman.
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