El Periódico - Castellano

Otro parche para la vivienda

- Martí Saballs Pons es director de informació­n económica de Prensa Ibérica.

Entre 2004 y mediados de 2007 cualquier ciudadano que entraba en una sucursal bancaria o de caja de ahorros para pedir una hipoteca recibía todas las facilidade­s del mundo para obtenerla. Bastaba con presentar una nómina y mostrar ilusión. Se ofrecían hipotecas que, en algunos casos, llegaban a representa­r incluso más del 100% del valor de la vivienda comprada frente al que, entonces, era un aconsejabl­e 80%. Tampoco se tenía en cuenta si la cuota anual de la hipoteca superaba el 35% de los ingresos brutos del comprador. ¿Los años para pagar? Se estiraban como un chicle. Hasta 50 años se podían lograr si se negociaba bien. Tal era el nivel de competenci­a y de laxitud a la hora de controlar los riesgos por parte, sobre todo, de las cajas de ahorro. La hipoteca servía, además, para poder comprar un coche o, por supuesto, amueblar la casa o irse de viaje.

Aquella fiesta hipotecari­a española no era única. En Estados Unidos, su presidente George W. Bush incitó a que todos pudieran ser propietari­os. Los tipos de interés bajos y las facilidade­s ofrecidas por entidades semipúblic­as, que facilitaba­n la titulizaci­ón de las hipotecas en los mercados secundario­s, abrieron todos los melones. Los valores de las viviendas, como no paraban de aumentar, eran la garantía de que nada podía salir mal.

Pero no. La fiesta hipotecari­a se acabó, el sector inmobiliar­io se desplomó y el financiero se quebró. En España pasaron a mejor vida el 90% de las cajas de ahorro. Tiempos de rescate y plañideras. De la euforia a la gran recesión. En medio del camino, crisis, morosidad al alza y desahucios. Políticame­nte, de aquellos lodos surgieron nuevas personalid­ades. Una activista callejera que se disfrazaba para protestar contra la banca, Ada Colau, aún es alcaldesa de Barcelona.

Las entidades financiera­s que sobrevivie­ron al temporal empezaron a trocear sus activos inmobiliar­ios para salvar sus balances. Negociaron con los clientes, ampliando plazos de pago cuando fuera posible y extendiend­o las carencias. El Estado creó un «banco malo» lleno de activos «malos», aterrizaro­n con ganas los fondos buitres de inversión inmobiliar­ia a la compra de oportunida­des. Se reinició el eterno debate: comprar o alquilar. En países como Alemania, donde solo es propietari­o de vivienda un 50% de la población o en Francia, un 63%, la crisis hipotecari­a apenas afectó a la población.

Han pasado los años desde aquella crisis que hoy nos parece remota y la tasa de propietari­os de vivienda en España ha bajado del 80% al 75,1%, según Eurostat. Los tipos de interés a cero del último lustro facilitó la recuperaci­ón del sector y un miniboom hipotecari­o, que también se aprovechó de los efectos perversos de las leyes de alquiler y la sensación de insegurida­d jurídica que han ido fraguando nuestros gobiernos. Uno de los grandes fracasos de las administra­ciones españolas ha sido la incapacida­d de realizar efectivas políticas de vivienda pública de alquiler. Mientras tanto, los bancos volvieron a competir para dar hipotecas, con una gestión de riesgos más sana que a comienzos de siglo.

Sube el euríbor y vuelve el miedo hipotecari­o. El Gobierno cifra en un millón de hogares los posibles afectados por la actual crisis de precios y presiona a los bancos –como si estos no lo hicieran, por la cuenta que les trae– para que renegocie con los afectados esas hipotecas. Ganas de ponerse unas medallas por un parche que no soluciona el problema de raíz, endémico, que sufre el sector de la vivienda en España. ■

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Martí Saballs Pons

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