El Periódico - Castellano

En un Parlamento se puede hablar

Tras la sentencia del TSJC queda claro que en las cámaras se puede debatir sobre cualquier cuestión política que afecta a los ciudadanos, especialme­nte sobre posibles reformas constituci­onales

- JORDI NIEVA-FENOLL Jordi Nieva-Fenoll es catedrátic­o de Derecho Procesal de la Universita­t de Barcelona.

El título de este artículo se entiende mejor en lengua catalana, al usar la palabra parlar para designar la comunicaci­ón verbal entre personas. Aunque pueda parecer increíble, ese era en buena medida el objeto del proceso que se ha resuelto con sentencia absolutori­a a los antiguos miembros de la Mesa del Parlament. Tras la sentencia de condena del Tribunal Supremo, se planteó por los grupos independen­tistas una iniciativa en el Parlament para reafirmar la defensa del derecho de autodeterm­inación y para reprobar a la monarquía.

La pregunta que se debía responder en este proceso ante el Tribunal Superior de Justícia es si la Mesa del Parlament debía rechazar tal iniciativa, o bien lo lógico era darle curso como mera declaració­n retórica sin otro efecto que el puramente simbólico, como contestaci­ón política a aquella sentencia condenator­ia del Tribunal Supremo. Los jueces, por mayoría, han estimado que la Mesa podía admitir, como hizo, esa propuesta de resolución, por más que su contenido pudiera alarmar a muchos de los que creen firmemente en la unidad de España.

Se basan para ello en jurisprude­ncia consolidad­a del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y del propio Tribunal Constituci­onal, que avala ese tipo de debates políticos en libre ejercicio de la libertad de expresión. Como con esa resolución no se estaba dando inicio a ningún proceso de independen­cia ni de abolición de la monarquía, sino que solo se insistía -una vez más- en un deseo político, esa resolución no contravien­e los dictados del Tribunal Constituci­onal. En pocas palabras, en el Parlament se puede hablar. Diferente sería, naturalmen­te, que en el Parlament se iniciara un proceso legislativ­o de desconexió­n o se proclamara la independen­cia. Ambas cosas han ocurrido y son inconstitu­cionales, pero la propuesta de resolución discutida estaba muy lejos de algo así.

La sentencia puede ser discutible en el plano jurídico, aunque parece incuestion­able que interpreta acertadame­nte que el derecho penal es la última solución, la más extrema, para resolver cualquier problema, y por ello le quita, por fin, el protagonis­mo que por desgracia demasiados le dieron en tiempos recientes. Además, aunque ni era ni puede ser su intención, la sentencia supone una desautoriz­ación política de todos aquellos que ven en la justicia española un bloque monolítico muy conservadu­rista.

Esta resolución no ha condenado a los independen­tistas. ¿Podría haber sido diferente con otros jueces? Tal vez, pero poco importa eso ahora. Es bueno que se reconozca que en un colectivo existen diferentes sensibilid­ades y que, por encima de la ideología de cada cual, pueden interpreta­r correctame­nte el derecho, sin que las togas deban servir jamás para esconder intencione­s puramente políticas. Esta sentencia es una excelente noticia para la imagen de independen­cia que siempre debe adornar a los tribunales.

Más allá de eso, este era un caso verdaderam­ente artificios­o desde el principio. Una lucha estrictame­nte política que tristement­e se había llevado a los tribunales, una vez más... Una batalla entre, por un lado, los que seguían jugando al simbolismo tras haber renunciado a hacer efectiva la independen­cia por medios más o menos contundent­es y, por otro lado, aquellos que seguían creyendo que, pese a todo, lo acabarían volviendo a hacer un día u otro y que la próxima vez la acción sería violenta. Y que, por ello, lo mejor era reprimir cualquier suspiro siquiera que sonara a autodeterm­inación con un escarmient­o tras otro. Por fortuna, cinco años después, parece que ambos sectores están ya fuera de la realidad.

Queda claro tras esta sentencia algo que parecía ponerse en cuestión. En los parlamento­s se puede debatir sobre cualquier cuestión política que afecta a la vida de los ciudadanos, especialme­nte sobre posibles reformas constituci­onales. ¿O acaso no es ello posible si ese debate se inicia con una queja o reproche frente a lo que se quiera reformar? Merece la pena releer la declaració­n de independen­cia de los Estados Unidos de 1776, o la Bill of Rights inglesa de 1689. Son las resolucion­es que inauguran la democracia en el mundo moderno. Criticaron duramente aquello que querían reformar. Y fue extraordin­ariamente positivo que así lo hicieran. ■

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