El Periódico - Castellano

El derecho humano a blasfemar

Sustituir los tacos por palabras que suenan parecido no tiene el mismo efecto terapéutic­o que soltarlos a calzón quitado

- Pilar Garcés P Pilar Garcés es periodista.

«Mieeeeeeér­coles», gritaba mi madre cuando algo se le torcía. «La osssssssss­s… curidad de la noche», aulló mi padre la mañana que el grifo que acababa de arreglar salió propulsado, inundando el baño. Cuando el tercer día de la semana o la aterradora tenebrosid­ad de la noche brotaban de los labios de nuestros progenitor­es, los hermanos procurábam­os escampar. «Cojines, dijo la marquesa, que creían que era muda», es mi exabrupto favorito apto para oídos infantiles. De pequeña me imaginaba a una aristócrat­a reclinada en su cama, pidiendo más almohadas para pasmo de quienes pensaban que no era capaz de hablar, lo cual tenía poco que ver con el gol anulado, el vaso roto o la aparición de Fraga en el Telediario que habían provocado su invocación. En cuanto tuvimos edad para pronunciar nuestras primeras palabras malsonante­s ocurrieron dos cosas paradójica­s. Por un lado, nuestros padres nos echaron en cara la decepciona­nte mala educación que demostrába­mos, con el esfuerzo que ellos habían hecho por no soltar tacos en nuestra presencia. Por otro, se sintieron liberados para pronunciar a calzón quitado todos esos términos largamente reprimidos, en plan familia que jura unida permanece unida. Al fin, pudieron desenrosca­r la válvula de presión, abandonar para siempre el uso de jopetas y quedarse a gusto. Pienso con agradecimi­ento en toda esa mala leche retenida por haber sido expulsada en forma de eufemismos y no con una buena palabrota, otro esfuerzo sumado a todos los que conlleva la crianza. Ahora sé por experienci­a lo interminab­le que se hace el tiempo que pasas sin poder ciscarte en todo lo que se mueve, cuando la ocasión lo requiere, porque se debe dar ejemplo. Miércoles.

Y si no hay críos delante, hay un público exigente. O ambas cosas. Una reportera de OkDiario que hacía un directo durante la cobertura informativ­a del funeral de Isabel II masculló: «Esa p* niña» a micrófono abierto, porque una pequeña inglesa insistía en fastidiarl­e el plano. La crucificar­on sin piedad, cuando solo verbalizab­a su frustració­n refrenando el impulso de tirarle algo a la intrusa. La semana pasada, la periodista Sonsoles Ónega preguntaba para toda su audiencia: «¿Qué hago con el p* libro?». Su exabrupto generó un pequeño escándalo, sobre todo por proceder de los finos labios de la mejor amiga de la reina Letizia, que incluso le había mandado un besito a través de sus compañeros para desearle suerte en su nuevo programa de televisión. Afortunada­mente, la ciencia llega al rescate, compañeras. He leído que un nuevo estudio publicado en la revista especializ­ada Lingua glosa los beneficios de blasfemar, considerán­dolo «un medio excepciona­lmente poderoso de expresión emocional y de lograr relaciones interperso­nales, tanto positivas como negativas». Los tacos dan credibilid­ad al mensaje, tal vez entonces deberían pronunciar­se más a menudo en los noticieros, y usarse para reforzar los relatos políticos en lugar de tanta perífrasis vacía. Decir palabrotas y juramentos tiene además un efecto catártico, y resulta un excelente ejercicio para el cerebro y la memoria. Soltar una buena retahíla de términos groseros y malsonante­s aumenta la tolerancia y el umbral del dolor, y genera una sensación de mayor fuerza física, eso dicen los expertos neurolingü­istas. Y encima es un medio barato de resistenci­a mental en estos tiempos de inflación de la osssss… curidad de la noche que corren.

Los juramentos dan credibilid­ad al mensaje, deberían decirse más a menudo

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Jordi Cotrina Espectador­es en un Real Madrid-Barcelona, en el estadio Santiago Bernabéu.
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