Schweblin, en la cumbre del mundo
La autora argentina Samanta Schweblin recibió la pasada semana el National Book Award, en la categoría de obra traducida al inglés por su libro de relatos ‘Seven empty houses’. El premio, que vendría a ser el Oscar en su género, la entroniza como una de
Cuando Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) cumplió 7 años, su abuelo, un reconocido grabador con alma excéntrica, inició con ella lo que él llamó el «entrenamiento de la artista», un proceso, secreto para los padres de la niña, que incluía entre otras cosas colarse en el metro, robar fruta y libros, así como la identificación de fósiles y del estilo neoclásico en las fachadas de los edificios de Buenos Aires. Con el dinero de lo robado apostaban en las carreras de caballos.
El proceso acabó años después con un viaje de ambos, abuelo y nieta, a Nueva York, una ciudad que él adoraba y donde la escritora argentina –una de las más reconocidas del actual panoramarecibió el National Book Award a la mejor obra traducida del año el pasado jueves por su libro de relatos Seven empty houses ( Siete casas vacías). Un premio que es poco menos que el Oscar en su género. Detalles: al parecer la estatuilla del National sale de la misma fundición que las de la Academia de Cine. La autora de Distancia de rescate y Kentukis responde vía Zoom días después de aquel enorme subidón de autoestima ya en Berlín, la ciudad en la que reside desde hace más de una década y donde escribe su próximo libro, una colección de relatos.
— Imagino que el recuerdo de su abuelo estuvo muy presente en esta última visita a Nueva York.
— No se me ocurrió mientras volaba pero al llegar, cuando iba en el subte (metro), el recuerdo de mi abuelo se hizo tan fuerte que agarré la libretita que utilizo para tomar notas y le escribí. Para él la cosa más importante cuando viajamos juntos a Nueva York fue visitar la catedral de Saint Patrick, que según me contó, es el patrón de los inmigrantes. El día en que se fallaba el National Book visité la iglesia con una larga lista de deseos, todos muy concretos. Visto el resultado creo que debería haber pedido más cosas.
— ¿Qué sensación le da leerse en inglés? ¿Se reconoce?
— Una mezcla de reconocimiento de mi texto unido a la extrañeza. Tener una traductora como Megan McDowell es un privilegio. Mi inglés no es extraordinario pero sí suficiente para entender su gran trabajo. Una traducción implica un punto de vista absolutamente nuevo sobre una tradición cultural y es también una nueva lectura.
— ¿Suele ayudar a sus traductores?
— No a todos, solo a los que me plantean dudas. En el caso de Megan, me esforcé en hacerle entender aspectos muy específicos del argentino porteño. A veces, cuando no tengo palabras le he llegado a mandar imágenes e incluso sonidos. Le mandé, por ejemplo, el extraño sonido que hace el personaje del cuento La respiración cavernaria cuando respira.
— ¿Un sonido que hacía usted?
— Sí (ríe). Lo ensayé varias veces, la dejé muy sorprendida. Lo curioso es que mientras lo escribía no había pensado que el sonido era ese. La traducción te obliga a ser material. Eso es importante porque hay una gran diferencia entre lo que una quiere escribir y lo que finalmente escribe, esa es la gran lucha del escritor. Y si lo haces mal, viene el traductor, que es el que más cerca está del texto, y te revela con sus dudas que quizá no lo hiciste como pensabas.
— A pesar de que la literatura norteamericana tiene grandes autores de género fantástico como Shirley Jackson –uno de los premios que atesora, por cierto– es básicamente una literatura realista. ¿Cómo encajan ahí sus extrañas historias?
— En mis primeros años de lectora devoradora me la pasaba leyendo a Bradbury, Ballard o Ursula K. Le Guin. Pero cuando empecé a escribir me pasé a Cheever o a Carver, maestros del realismo absoluto. Ellos me enseñaron a construir una realidad verdadera que finalmente me dediqué a romper no tanto a través de la fantasía sino más bien de un sentimiento de extrañeza.
— Que un libro escrito por una argentina que vive en Berlín, editado por un sello español, Páginas de Espuma, triunfe en Estados Unidos ¿está diciendo algo del mundo de la edición actual?
— Para empezar creo que se están ampliando los márgenes de la traducción de otras lenguas al inglés en el mundo anglosajón. En los últimos años y más o menos al mismo tiempo, tanto el Booker Prize británico como el National Book estadounidense han creado categorías de obra traducida. En el caso de Gran Bretaña, que conozco bien, el espacio de los libros traducidos antes ínfimo se ha ampliado sensiblemente en las librerías.
— ¿Qué ha ocurrido para que el tapón de la botella que encerraba a las autoras latinoamericanas se haya descorchado con tanta fuerza?
— Me gusta esa imagen. La prefiero a la del boom, porque boom implica algo nuevo y las autoras latinoamericanas siempre hemos estado ahí, gente como Sara Gallardo, Aurora Venturini o Elena Garro, escribían cuando el boom existía. El problema es que no tenían lectores.
— ¿Y por qué ahora sí?
— Porque la gran mayoría de lectoras somos mujeres. Me suele ocurrir en los últimos años que cuando llego a una librería con recomendaciones o libros que me interesan salgo de allí con listas de libros mayoritariamente firmados por mujeres y no es algo que haya planeado, sencillamente ocurre.
— Decir que es mejor lo que escriben ellas sería demasiado sencillo, ¿no?
— Y también muy injusto. Y no lo diría de ninguna manera, pero el cambio ha sido radical y rápido. Cuando un grupo no canónico irrumpe de pronto con fuerza siempre suele traer algo nuevo que se lee con necesidad y alivio.
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«Ahora nos leen más que en el ‘boom’ porque la mayoría de lectoras somos mujeres»