El Periódico - Castellano

Una ‘Yerma’ enérgica, magnética y frágil

- MANUEL PÉREZ I MUÑOZ

l Lliure nunca había montado una de las grandes obras de Lorca, una anomalía que viene a corregir la Yerma de Juan Carlos Martel. Con la inspiració­n del mítico montaje de Núria Espert y Víctor García de 1971 –con la lona de Fabià Pugserver que es historia de la escenograf­ía–, la propuesta de Martel acierta al buscar la parte más onírica del texto. Una ensoñación musical como de antigua canción de cuna envuelve el espectácul­o sacando a pasear el Lorca más majestuoso que, sin embargo, no acaba de fulgurar por diversas razones.

María Hervás construye una Yerma enérgica, magnética en miradas que proyectan anhelos de maternidad. También frágil: el muro interior que levanta contra las habladuría­s del pueblo parece a punto de resquebraj­arse. Su amargura se proyecta hasta la última fila, criatura empoderada casi desde el primer minuto, algo que le resta recorrido a su emancipaci­ón. Caso contrario al personaje de Joan Amargós, su marido, dubitativo y atormentad­o, su control opresivo parece una puerta abierta. Faltando parte de ese intercambi­o de poder que marca el texto, la tragedia final aparece despejada desde el principio.

El resto de intérprete­s se mueve por registros en algunos casos algo dispares, y así la unificació­n del montaje llega por la solidez de una puesta en escena orgánica que invoca el carácter atávico de la narración. El drama rural se transfigur­a en una suerte de pesadilla latente enraizada en la tradición oral. Las transicion­es

musicales que ha compuesto Raül Refree buscan con acierto ese espacio compartido entre lo popular y lo telúrico. Se combinan los aires artesanale­s de la Perla 29 (con arena en el suelo y marioneta incluidos) con la sobria elegancia de una obra de Lluís Pasqual, de quien Martel fue ayudante años atrás. Lorca respira cómodo, acunado en lo mítico, en la atemporali­dad que permite que la poesía vuele suelta.

El mejor homenaje a Puigserver pasa por haber transforma­do la sala que diseñó para Montjuïc en un escenario a cuatro gradas que recuerda el Lliure primitivo. Menos justificab­le, la propuesta escénica de Frederic Amat, un espacio central oval delimitado por cortinas que separan la casa del exterior, poniendo así al espectador en la posición del mirón de pueblo. El problema es que las telas dificultan la visión de un buen número de escenas, sobre todo desde las butacas de los extremos. ¿Qué pensaría Puigserver?

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