El Periódico - Castellano

El Mundial y un amigo

- Josep Maria Fonalleras

Tengo un amigo que confesó, antes de empezar la Copa del Mundo, que en modo alguno cedería a contemplar aquellos «balones manchados de sangre en unos estadios construido­s a base de cadáveres». Luego venía el listado de injusticia­s, despropósi­tos y maldades del emirato, razones suficiente­s para practicar el boicot, aunque fuera mínimo, individual e inofensivo, al Mundial. «Es una cuestión de dignidad, un pequeño gesto que reconforta», dijo. Días después, reconoce que sigue la competició­n. Y me habla como si fuera uno de esos poseídos argentinos de unos episodios cómicos en los que un chico discutía con una chica porque no podía perderse un Ecuador-Senegal o un Túnez-Australia. Partidos que en la vida serían atractivos y que, sin serlo, al ser parte de un Mundial, se convierten en eventos trascenden­tales.

Me argumentab­a esta tontería con una teoría curiosa: «El Mundial es un universo aparte. Funciona según unas reglas especiales, no tiene que ver con nada. Una vez dentro, no cuenta ni el espacio ni el tiempo; entras en una dimensión que ensalza el juego porque sí, porque eres consciente, entonces, de que todo se magnifica y de que ese partido soporífero que no aguantaría­s ni a tu equipo se convierte en una cita ineludible, incluso necesaria». Le respondo que no parece el mismo de hace días y que, en realidad, esta ficción –las aficiones ruidosas y estridente­s, los colores llamativos, las extravagan­cias y la alegría de vivir– es donde se fundamenta la maniobra blanqueado­ra de corruptos y sátrapas. Entonces me recuerda que varios de los ídolos de los últimos años han vivido en medio de esta hipocresía y que el Barça, por ejemplo, «bien que llevaba publicidad de Catar en la camiseta y no decíamos nada». Razón de más, le digo, para abominar del fútbol moderno, el que se basa en el negocio y la rentabilid­ad, sin conviccion­es morales. Me dice que ya hablaremos de ello por Navidad, cuando todo esto haya pasado, que entiende todo lo que digo, pero que si hiciera caso de mis argumentos (que también eran suyos), «nunca miraríamos ningún partido». Y que ahora ha de dejarme, porque tiene que prepararse para contemplar el gran espectácul­o de un Canadá-Marruecos.

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