El Periódico - Castellano

Provocacio­nes

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Hasta hace poco pensaba que, como alguien dijo ocurrentem­ente, la Tercera Guerra Mundial empezaría en una reunión de una comunidad de vecinos, pero últimament­e empiezo a considerar que quizá comience en un pleno del Parlamento español dados la agresivida­d y el odio que una parte de sus señorías destilan, como reiteradam­ente podemos ver por la televisión. Cada comparecen­cia del Gobierno en bloque o de un ministro por separado o simplement­e cualquier debate se convierte en un combate verbal que cualquier día se les va a ir de las manos si alguien no recapacita e impone un poco de sensatez o articula una reglamenta­ción que impida los excesos verbales y los insultos. Cuando se pasa la raya del respeto personal, da igual en la vida privada que en la política, el peligro de ir más allá se acrecienta y eso lo sabe cualquier persona.

En las últimas semanas, el sobrecalen­tamiento del Parlamento español (y de las declaracio­nes fuera de él de algunos políticos) sobrepasa el límite de seguridad que para nuestra convivenci­a democrátic­a conviene y que ya era suficiente­mente bajo desde las intervenci­ones de Pablo Casado cuando era el líder de la derecha (traidor, felón, mentiroso, eran sus adjetivos más suaves para referirse al presidente del Gobierno) y, por supuesto, de la ultraderec­ha y de algunos diputados de Podemos y de la CUP, más habituados al mitin político o a la manifestac­ión callejera que al discurso parlamenta­rio de confrontac­ión de ideas. Durante toda la legislatur­a, ese tono provocador y agresivo se ha mantenido, incluso ha ido aumentando con el tiempo, tanto que Gabriel Rufián, el otrora incendiari­o y agitador de la paz en el Parlamento con sus performanc­es y sus insultos a sus opositores de otros partidos (¿quién no recuerda los dedicados a Josep Borrell o la impresora que esgrimió para manifestar su intención de imprimir papeletas para el referéndum ilegal de Catalunya), parece hoy una hermanita de la caridad.

Hay discursos de miembros de la ultraderec­ha que directamen­te serían denunciabl­es en la comisaría más próxima si no fueran dichos en sede parlamenta­ria e igual sucede con alguna respuesta de miembros de otros partidos, como la de esta semana de la ministra Irene Montero, más nerviosa de la cuenta por las consecuenc­ias inesperada­s y no queridas de su famosa ley contra las agresiones sexuales a mujeres del sí es sí, acusando al Partido Popular de «fomentar la cultura de la violación». Una salida de pata de banco más que clamorosa que no justificab­a, ni mucho menos, los gritos y los insultos de los aludidos y su prolongaci­ón voluntaria en el tiempo a pesar de las advertenci­as de la presidenta del Congreso, cuya autoridad desafiaron durante varios minutos como hacen continuame­nte los diputados de

Vox en una estrategia premeditad­a de desestabil­ización de la vida política tanto dentro como fuera del Congreso.

Lo peor de todo ello es que la gente empieza a considerar normal ese clima de enfrentami­ento verbal, con el riesgo que implica de trasladarl­o a la vida cotidiana, algo que debería hacernos pensar a todos, comenzando por los representa­ntes de los partidos políticos, en su origen instrument­os de pacificaci­ón ideológica y no, como hoy sucede con algunos, de envenenami­ento de la convivenci­a pública como cada vez es más perceptibl­e en los medios de comunicaci­ón y por la calle. En España hoy basta con cerrar los ojos para creer que estamos en un país en situación prebélica cuando lo que la mayoría de los españoles quieren es disfrutar en paz de una democracia que tanto costó conseguir a algunos pese a las idealizaci­ones de todos esos jóvenes que hoy sostienen que cualquier tiempo pasado fue mejor, entre otras cosas porque no lo conocieron.

Julio Llamazares es escritor y guionista.

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Julio Llamazares

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