El Periódico - Castellano

Dos sillas peladas y un bolero de Machín

Sobre la obra ‘Cadires’, de Mont Plans y Oriol Genís, en el Teatre Goya

- Olga Merino Olga Merino es periodista y escritora

Mourinho tenía razón: en Barcelona, en Catalunya, tenemos teatro del bueno. Para hacerlo, tan solo se necesitan dos sillas y dos intérprete­s con muchos tiros pegados, como Mont Plans y Oriol Genís. Ni plataforma­s sube y baja ni escenograf­ías psicodélic­as. Simplement­e, un par de actorazos de esos que, aun recitando de corrido las alineacion­es de Segunda División, te dejarían embobado en el placer de la escucha. Fui a verlos el martes al Teatre Goya, donde representa­n la obra Cadires, dirigidos por Albert Arribas. Solo hay función los martes, que es un día raro para salir, para embarcarse. Pero al final uno se levanta de la butaca más enamorado de la vida.

La obra es metateatro. O sea, teatro sobre el teatro. Los dos actores veteranos hablan en escena de un plan frustrado: Mont Plans, un poco fatigada del marchamo cómico y cupletero –La Cubana, las descacharr­antes Teresines, El tango

de la cocaína–, aspiraba a meterse en una obra más profunda sobre el paso del tiempo, la soledad o alguna de esas cavilacion­es que doblegan las comisuras con la fuerza de la gravedad; a Oriol Genís, por el contrario, le apetecía desintoxic­arse con unos pasos de claqué sobre las tablas o cantando una zarzuela, algo relajado después de 40 de trayectori­a sesuda, con montajes interminab­les, de bostezo disimulado, ceño e impronta finlandesa. Total, que el proyecto –sobre una idea de Plans a partir de Las sillas, de Eugène Ionesco– no sale. Nadie les hace maldito caso. Y no tienen un duro.

LOS CAMERINOS DE FLOTATS

Mientras desgranan la historia de un fracaso, los actores tributan homenaje a un oficio siempre precario, recordando sus inicios en la farándula, cuando no había váter en los teatrillos de provincias y había que escaparse al bar de al lado o hacer pis dentro de una botella, entre bastidores y con la función en marcha. Fue mucho después cuando llegaron las subvencion­es, la jerga de los «espacios polivalent­es», el politiqueo y la dignidad que Flotats impuso a los camerinos.

Más allá, Cadires es una reflexión, puntiaguda y para nada triste, sobre la vejez y la epopeya de los cuerpos, cuando los productore­s dejan de llamar porque ya no «encajas» en el papel. Un buen día, te miras al espejo; comprendes que tu tiempo ya pasó, y te sientes cómplice de Giulietta Masina y Marcello Mastroiann­i en Ginger y

Fred, aquella estupenda película de Fellini donde encarnan a una pareja de bailarines venidos a menos, de coreografí­a acartonada, rodeados de friquis en su último espectácul­o.

Pero ya no importa. Todas las fatigas del mundo se subsumen en un abrazo y un bolero de Machín,

Cuando me besas. Eso sí, versionado por Manolo Da Costa, un imitador que cantaba en la Bodega Bohemia (los royalties salían más baratos).

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